POR FRANCISCO SALA ANIORTE, CRONISTA OFICIAL DE TORREVIEJA (ALICANTE)
Haciendo un poco de historia, en el siglo XIX, encontramos que el 20 de mayo de 1847, fondeó en la bahía de Torrevieja a cargar sal, un bergantín procedente de Barcelona.
A bordo llevaba un perro mezcla de lebrel y mastín, que el capitán procuraba llevar bien amarrado, porque conducía también pasajeros de una compañía de ópera italiana, y el can respetaba solamente a los marineros de la tripulación.
Para deslastrar hubo que emplear a algunos hombres de tierra y no obstante haberles prevenido que no pasasen junto al perro, uno de ellos se olvidó y recibió dos mordeduras en el muslo izquierdo.
En la mañana del 24 de junio, se presentó el afectado en la casa del alcalde José Galiana para que ordenase al capitán abonar los gastos de curación; pero ya era tarde, porque concluido su cargamento se había dado a la vela para su destino. Aun así, el alcalde mando al celador de policía para que, con sus agentes y fuerza armada de carabineros, se embarcase en cualquier falucho que hubiese junto al muelle y, a remo y vela, fuesen a alcanzar al bergantín que se hallaba a unas tres millas del puerto.
A la hora y media ya estaba prisionero el buque, después de sufrir algunas descargas de fusilería y, por no ser víctimas, tuvieron los pasajeros y tripulantes que meterse bajo cubierta. Al capitán se le obligó a entregar los papeles y virar para la bahía.
Todo el pueblo esperaba en la playa el resultado, viendo salir entre bayonetas al capitán que fue conducido a casa del alcalde. Todo se hizo sin conocimiento de la autoridad militar de Marina, y aunque inmediatamente pasó oficio al alcalde reclamando al reo y los papeles, nada consiguió, por lo que el ayudante de Marina mandó llamar a su asesor, que residía en Orihuela.
No pudo llegar a Torrevieja y dar principio a la formación del expediente hasta la tarde del día siguiente. El capitán, obligado por el alcalde, se dio a la vela por la noche, descociéndose la multa que le fue exigida.
El 29 de marzo de 1887, José Antonio Rodríguez Blanco, fue mordido por un perro ocasionándole heridas en el muslo izquierdo, sin gravedad ni carácter alguno hidrofóbico. En el mes de junio del año siguiente, por la noche, también fue mordido por un perro el hijo de Pedro Ballester, de cinco años.
En agosto de 1887, fue vendida en Torrevieja, a Salvador Lizón, una magnífica perra de caza por la cantidad de cien pesetas.
Fue remitida a Orihuela, al comprador, y una vez que la recibió notó síntomas de envenenamiento en el animal, muriendo al poco rato. Sospechando que pudieran ser los mismos vendedores los autores, se le practicó un reconocimiento por el veterinario, encontrándose en el estómago de la perra una bola de sebo amasado con fósforos.
Estos y otros hechos motivaron para que las ordenanzas municipales del año 1895 prohibieran dejar que los perros vagaran por las calles sin bozal. Los dueños que los sacaran a la vía pública o los tuvieran próximos a la misma en patios, tiendas o portales estaban obligados a asegurarlos con un bozal que no les permitiera causar el más leve daño a los transeúntes, además, debían de llevar collar y grabado el nombre de la persona a la que perteneciese.
Los perros que se encontraran sin estos requisitos eran muertos por medio de estricnina o con otro procedimiento análogo, y multados sus dueños. Sólo los dependientes de la autoridad podían emplear los medios indicados para dar fin a los perros vagabundos.
Los perros destinados a la custodia de fincas enclavadas en terrenos cercanos a cualquier camino y muy especialmente en los inmediatos a la población, debían llevar permanecer dentro de las mismas fincas, asegurándose durante el día con cadena y bozal.
Sin dejarlos sueltos hasta después de las primeras horas de la noche, cuidando de volverlos a asegurar. Si durante el día se hallaban los animales sin estos requisitos o traspasando los límites de la heredad que defendían podían ser muertos y sus dueños multados.
Los perros destinados a la caza debían conducirse también con bozal o acollarados, soltándolos únicamente en la finca donde debieran de prestar su servicio.
Cuando un perro mordiera a cualquier persona sin preceder excitación alguna y hubiera por lo tanto fundamento para considerarlo hidrófobo se le ponía en observación y si estaba atacado por esa enfermedad se le daba muerte, aplicando a las personas dañadas los remedios necesarios. En cualquiera de los casos el dueño era multado, además de hacerse cargo de las otras responsabilidades que pudieran corresponderle.
Ante la sospecha fundada de un perro se hallaba atacado de hidrofobia obligaba a su dueño a sacarlo de la población con las debidas seguridades y darle muerte, a más de doscientos metros de la población y lugar habitado, enterrándolo a un metro y medio de profundidad.
En septiembre de 1920, dos padres dieron cuenta al alcalde de Torrevieja del accidente sufrido por sus niños al ser mordidos por un perro, teniendo que ser sometidos al tratamiento antirrábico y ser ingresados en el Santo Hospital de Caridad.
Al poco tiempo también fue mordida la niña Encarnación Espinosa García, no respondiendo con éxito al tratamiento, al tardarse en aplicar el remedio, presentándose los síntomas hidrofóbicos y falleciendo a los pocos días víctima de la enfermedad.
Fuente: Semanario VISTA ALEGRE. Torrevieja, 4 de abril de 2018