POR JOSÉ SALVADOR MURGUI, CRONISTA OFICIAL DE CASINOS (VALENCIA)
Es domingo, amanece radiante, con una temperatura primaveral, deben ser los últimos coletazos de un invierno raro, con mucha lluvia, frío, nieve; un invierno más, diferente o como todos, pero al fin y al cabo un invierno de año bisiesto, que despide febrero con un longevo día más.
Esta mañana de sol, salgo en dirección Chelva. Muchas veces he pasado por esa carretera, recorriendo su serpenteado suelo, pero siempre en busca de la dirección que marcaba la ruta laboral, o la de aquellos recuerdos de la niñez: de un campamento de verano en Calles, o una jornada de picnic a la orilla del Turia, en esos bellos parajes que envuelven ese recorrido.
Me adentro por una carretera sin salida, la señal de tráfico lo indica, pero mi atrevimiento envuelto por la soledad y a ritmo de marchas sevillanas que me acompañan en el camino, me voy adentrando entre montes camino de Loriguilla.
Los montes se quedan a mi espalda y de frente empiezo a descubrir las aguas limpias de la represa o contraembalse del pantano de Benagéber. Es una sinfonía de colores: el verde de los montes, el azul plateado del agua, algunas plantas que tímidamente empiezan a ofrecernos sus flores, preludio de la primavera, los acantilados, los puentes viejos y los pequeños muros, unos bien conservados y otros semi destruidos, me obligan cada momento a detenerme para empaparme de tanta belleza natural.
Sorprende el Puente del sifón del embalse, eso tubos que conducen el agua de la ribera del embalse de Loriguilla formando la unión de los ríos Turia y Tuéjar. Es sobrecogedor el silencio que se rompe junto a las barandillas metálicas que veo al lado de una escalera cementada, que desciende hacia el puente, desde allí se pueden contemplar cómo pasan los grandes tubos metálicos del sifón del Canal Principal del Turia.
La belleza es una experiencia, el olor a romero y su blanca flor, te envuelve, algunas matas de esparto crecen a la orilla del monte, plantas de higos chumbos adornan el paisaje, el agua, elemento natural y purificador ilustra el recorrido, que te invita a detenerte en cada paso andado.
Una imperceptible cruz negra a la orilla del camino, entre piedras, plantas silvestres, matojos, arbustos, con algún búcaro floral, nos recuerda el devenir de la muerte y lo frágil que es la vida. Un accidente, un mal sueño, una fatalidad, allí sobre lo alto esta esa enseña, ese recuerdo, más abajo las limpias y cristalinas aguas que todo lo envuelven.
La siguiente estación donde se detiene el tiempo, es la puerta metálica abierta, una puerta que te invita a pasar e interiorizar en el silencio de la historia. Erguido cual fortaleza, descubres un campanario, y al lado un edificio que es la antesala del momento: «Grupo Escolar San Juan Bautista.» Seis ventanas al viento, una fachada o frontón, terminada en forma triangular con la parte delantera y trasera de su cubierta a dos aguas, que existió hasta 1968 y de la que en la actualidad solo quedan los remates; las ventanas abiertas al espacio, por las que puedes ver las verdes montañas, o la infinidad de colores que te ofrecen las aguas.
Una escuela en la que se ve la escalera desecha que te acercaba al primer piso, la chimenea con el negro hollín que aquellos años del siglo pasado calentó a las alumnas y alumnos que acudían a ser hombres del mañana. Esa generación, como la mía, que estudiábamos con la Enciclopedia Álvarez, o el Parvulito
Los ladrillos del suelo, son el más puro reflejo de las huellas de la historia, cuantos recuerdos encierran aquellas descoloridas paredes, aquellas vigas de madera carcomidas por el derrumbe, o los blancos azulejos, que cubrían las paredes de algún cuatro de baño, o de alguna clase más novedosa San Juan Bautista, grupo escolar.
Y desde allí, a la Iglesia, construida a finales del siglo XVIII. Sorprende el rojo pompeyano con el amarillo pastel de la fachada, es una explosión de colores, que contrasta con los colores reales que ha marcado la pátina del tiempo.
Un nuevo paseo, un mirador, bancos marcados con el escudo de la Villa, un moderno y recién construido paseo, para ese reencuentro con el agua, con la naturaleza. Y desde aquel mirador a derecha e izquierda solo veo agua y montaña, el brillo del sol que seduce el agua, se funde con el cielo, la tierra, el agua, el color, el viento y la vida es la maravilla de la naturaleza contemplada en la realidad.
Ya de regreso, sigo visualizando el espacio, nuevas blancas casas acogedoras con las puertas cerradas, invitan a recorrer el paisaje, a descubrir ese nuevo mundo, a pernoctar en la paz de la montaña. Acabo el recorrido leyendo una inscripción del día 13 de mayo de 2018 que dice: «En recuerdo y agradecimiento a todas las personas que en 1968 dejaron su corazón en la Serranía, que soñaron con un Loriguilla prospero, unido y aferrado a sus raíces valencianas, para que permanezcan vivas en nuestra memoria.»
Me sorprende el zumbido de las abejas, sobre la vieja pared de las escuelas, se aprecia el revuelo de su enjambre. Es la despedida. Allí quedaron sepultados los pensamientos, allí quedó aparcada la historia, allí quedó suspendido el momento, pero hoy cincuenta años después, se mantiene viva la llama que encendió los corazones de un pueblo próspero, que supo mirar adelante, sin olvidar aquello que dejaba atrás que fue la cuna, el recuerdo de su historia, el ocaso de la vida, y el renacer de un pueblo.