POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Supongo que, en términos históricos, es lo que la mayoría desearía experimentar de forma contingente una vez la vida concluya. Presentes en todo y para todos de modo que, eternos en el recuerdo, la presente conciencia de la pérdida se vuelva permanente y no podamos vivir sin ella. Lo curioso es que, si bien algunos lo han conseguido, no se logró, mediante la perpetuación del cuerpo, la inmortalización física y tangible, sino a través de conceptos mucho más complejos. En términos metafísicos, Jesús de Nazaret consiguió trascender hace dos milenios con un par de enseñanzas básicas, una retahíla de reformas en veintidós concilios ecuménicos y la promesa de un premio final a una vida de sufrimiento y desgracia, propia de una sociedad que estrujaba la condición humana hasta convertirla en parodia tétrica, comedia más que trágica de una existencia aborrecible. Por su parte, Muham’mad, logró que la sumisión a Dios a través de su interpretación de la vida, la sociedad, el presente y lo futuro, convirtieran en perenne lo que había sido un dislate social por aquellas tierras desde tiempos inmemoriales. Como contaba con la experiencia del nazareno para apuntalar su presencia, Muham’mad sí se molestó en dejar por escrito todo aquello que estructuraba lo que debía ser la sociedad tras su desaparición, haciendo presente su pensar, irreal y vigente para millones de personas que siguen viendo al joven y reflexivo mercader en cada una de sus oraciones, por mucho que todo lo dicho le fuera revelado por un tercero. Al menos no tuvo que pasar por una horrible tortura despiadada para que su cuerpo prevaleciera. Muham’mad prefirió dar un salto místico en el año 621 desde aquella roca fundacional de las lamentaciones en el Jerusalén ya perdido a permanecer clavado a un madero por mucho que Antonio Machado lo inmortalizara en tremebunda saeta.
Sin embargo, a pesar de la presencia constante en el acervo cultural de la humanidad de estos dos ejemplos palmarios de prevalencia y persistencia a la desaparición del recuerdo, algunos seres humanos se han esforzado en la permanencia ilimitada, en que el cuerpo presente superara los días del velatorio, convirtiéndose en ejemplos irrefutables de la insensatez y la arrogancia, del traspaso del sentido común y del vano intento en perpetuar lo que no se debe. Un caso claro de lo que les cuento lo constituye la momia cerúlea de Vladímir Ilich Uiliánov, más conocido por su cognomen clandestino, Lenin. Iniciador de la reforma del marxismo, Vladimir había conducido el pensamiento social más determinante del mundo contemporáneo al limbo de los pensamientos políticos que, habiendo nacido para cambiar el mundo, acabó por mutar en amorfo conglomerado de vanidades. Personalizando el clamor de una sociedad, dejaron que el origen inicial acabara por finar en concepto manido, vacío de los principios que dieron razón a su ser. Quizás por ello, Iosif Stalin y sus adláteres y, consecuentemente, ejecutados, Kámenev y Zínoviev, tomaron la decisión de embalsamar su cadáver y exponerlo en Moscú como mesías de una religión política que trataba de desmontar todas las existentes. Bien claro lo decía mi viejo profesor, Francisco Moxó: solo se puede creer en un dios. Razón por la cual, probablemente, Stalin, Kámenev y Zínoviev optaran por hacer autopsias al fi nado, sacar su cerebro y entregárselo a Oskar Vogt, con la intención clara de que el genio de Vladimir superara la corrupción ideológica del socialismo marxista y, de paso, ocultara los evidentes síntomas con que la sífilis estrujó el cuerpo del líder ruso hasta su fi n, el 21 de enero de 1924.
Aunque, tampoco hay que singularizar en exceso esta actitud irreflexiva y manipuladora. El resto de grandes líderes del arranque secular habría corrido similar destino de haber tenido la oportunidad, que no fue el caso. El cuerpo de Hitler, desmembrado, quemado, exhumado repetidas veces y finalmente ocultado por los acólitos del pálido Vladímir desapareció en beneficio de una humanidad que no precisa la corporeidad del mal para entenderlo. Así, creo yo, lo entendieron los partisanos italianos que arrastraron, dispararon y ultrajaron el cuerpo presente de Benito Mussolini y sus compañeros de pesadilla en aquel festín del chivo, que habría dicho Mario Vargas Llosa. Colgando aquellos cadáveres destruidos en la plaza Loreto de Milán el 28 de abril de 1945, trataron los italianos de redimir veintitrés años de apostasía hacia la tradición nacional.
En el caso español, faro del catolicismo en Occidente según los muchos hagiógrafos de esa historia mal llamada tradicional, la intención de que los cuerpos presentes contribuyeran a la consolidación de las tradiciones como núcleos esenciales de ideologías y religiones desembocó en una pasión irredenta por la reliquia y el cuerpo embalsamado. Más allá de las múltiples colecciones de restos humanos presentes en cualquier templo cristiano que se precie, destacan sobremanera los cuerpos eternizados en postrer discurso político. Y, aunque se podría presentar un corolario de cadáveres cuya putrefacción natural terminó por ser postergada en muestra de lo imperecedero de la idea que no consumió los cuerpos, existen dos ejemplos significativos y en cierta medida opuestos, pero concluyentes en el momento de analizar esta tradición tan patria de intentar sobrepasar el límite natural de la vida.
El primero ejemplo lo constituye el cadáver de Fernando III de Castilla y León, insepulto y expuesto en la Capilla Real de la catedral de Sevilla. Muerto en la propia ciudad el 30 de mayo de 1252, su cuerpo fue depositado a los tres días en la citada capilla, aunque hubieron de pasar algunos años hasta que recibiera la urna de plata encargada por su hijo, Alfonso X. Y, aunque podamos seguir la pista a un buen número de monarcas encofrados y expuestos al paisanaje asumiendo el eterno sueño de la historia, la iconografía propia de este cuerpo presente constituye un principio para el resto de los monarcas, reyes, príncipes e, incluso, líderes políticos de este país. Para empezar, la elección de lugar, la principal capilla del que habría de ser el edificio gótico más grande del mundo, construido sobre una de las grandes mezquitas andalusíes, punto de partida de la tradición americana e institución receptora de buena parte de los beneficios económicos asociados al descubrimiento, constituye un escenario dispuesto a la divulgación de una matriz ideológica. Además, el hecho de colocar sobre la urna la llamada virgen de los Reyes, supuesto regalo de quien fuera primo del fi nado, el también santo rey, Luis IX de Francia, cerraba un círculo iconográfico destinado a potenciar la supremacía del cristianismo sobre el islam, premiando a un rey conquistador con la canonización desde mediados del siglo XVI; unía la monarquía con la eternidad del bien absoluto que el catolicismo otorgaba a los mortales mediante la santificación; establecía esa línea de origen divino que tanto se repetía en la intitulación de cualquiera que fuera el documento público emitido por las cancillerías regias; convertía el edificio en sede del poder divino de la realeza, otorgando aquel espacio primordial para que una tradición política y social, como era el ejercicio del poder, se transformara en base de una identidad difícilmente combatible con cualquier argumento. Por si fuera poco, junto al cuerpo presente de Fernando III, Alfonso X ordenó la imposición de las estatuas del rey y de su primera esposa, la reina Beatriz de Suabia, delicadamente sentadas sobre cojines plateados y ampliamente cubiertos de joyas y cabujones, emulando la conexión entre el cuerpo presente y la efigie sedente que Arnolfo di Cambio regalara a la vieja basílica de San Pedro en Roma hacia finales del siglo XIII. Desgraciadamente, esta competición entre monarca y papa presentes la echó a perder el último rey de la dinastía Borgoña en Castilla, Pedro I. Muy poco dado a que los escrúpulos le impidieran hacer ascos a una oportunidad, enfangado en la llamada guerra de los dos Pedros que asoló Castilla y Aragón durante trece años del siglo XIV, saqueó el mausoleo de su tatarabuelo preso de esa necesidad de fondos que se suele esconder, aún hoy día, en la irónicamente llamada preservación del patrimonio.
Sea como fuere, desde aquel entonces los monarcas españoles han tendido a la urna sacrosanta donde reposar de cuerpo presente, tratando al resto mortal como cimiento y sustento de la ideología, razón que impulsó al fascismo español a enterrar los despojos de José Antonio Primo de Rivera en el panteón real del Escorial, primero, y a construir una monumental basílica para dejar allí su cuerpo y, posteriormente, el del dictador en eterna oferta, ya truncada, de institucionalización divina de aquel insostenible pensamiento. Mas, como no todo suele ser constante en esta España de los contrastes, a diferencia de Fernando III, de cuerpo presente en Sevilla para gloria de la monarquía y el catolicismo, Felipe V hubo de ser embalsamado a la fuerza y encriptado por decisión propia. Fallecido en el Palacio del Buen Retiro el 9 de julio de 1746, acabó siendo sepultado tras el retablo de la Real Colegiata del Palacio de San Ildefonso siguiendo lo así expresado en el codicilo que él mismo añadió a su testamento. En realidad, lo que había dispuesto en aquel postrer documento era el lugar donde debían ser depositados sus restos mortales. Para tal menester habían dispuesto una cripta oculta tras el citado retablo pintado por Francisco de Solimena en Nápoles a principios del siglo XVIII. Allí, tras la pintura que, por cierto, presenta a los reyes santos y primos, Fernando III, de cuerpo presente en Sevilla, y Luis IX, de cuerpo ausente en la basílica de Saint Denis tras los sucesos revolucionarios de 1789, Juan Landaberi dispuso la cripta oculta que debería alojar los vestigios del primer Borbón. Llegado el momento, según cuenta el epítome sobre su vida conservado en la Biblioteca Nacional de España, fue imposible adecentar y purificar el cuerpo del monarca: la mugre acumulada durante años de demente abandono personal impidió a los sirvientes separar ropas de piel y carne muerta. Como consecuencia, el embalsamamiento se convirtió en la única opción viable para el cuerpo del lunático rey. De modo que, obviando pudrideros y traslado de huesos, Felipe V se saltó una norma más para acaba siendo trasladado a la cripta de San Ildefonso de cuerpo presente y casi palpitante, vestido con casaca de seda y corbatín, toisón de oro y banda azul de la orden del Espíritu Santo. Calzado con sus zapatos y provisto de espadín ceremonial, emprendió el viaje hacia la oscuridad de la cripta olvidada del paraíso segoviano donde pasar los eones de la negra depresión. Y así debería haber sido de no ser por el rayo que fulminó la linterna de la cúpula colegial en 1949, destruyendo en pavoroso incendio lo frescos de Bayeu y Carducho, los revocos de Vega y la hermosa construcción de Teodoro de Ardemans. A los cinco años, en plena recuperación del templo, los obreros dieron con la cripta y el retiro deseado por un rey que nunca quiso serlo, rompiendo el olvido para hacer presente una vez más un cuerpo torturado e incorrupto, testigo de una monarquía que, ocultando al viejo y roñoso rey orate, trató de reafirmar una institución vetusta y, al mismo tiempo, renovada. Desde aquel entonces, ya conscientes los ciudadanos del cuerpo presente que esconde el retablo mayor, no se necesitó de estatua sedente o momia cerúlea alguna que subrayara la identidad monárquica inherente al rey estante y cadáver, emblema de una ideología próxima al ensoñamiento de la razón.
Por lo que a un servidor respecta, medievalista que es uno, prefiero que esta práctica del cuerpo presente pase a un limbo subjetivo, donde todo es posible y nada se da por sentado. Como en el viejo romancero rescatado por Ramón Menéndez Pidal, prefiero la presencia perenne del recuerdo más que la necesidad física y corpórea de la realidad. Donde esté ese Conde Niño ajusticiado, convertido en fuerte gavilán, que se quiten reyes y políticos, santos y mesías. Nada más perdurable que la memoria de lo justo y el amor por lo verdadero.
FUENTE: http://www.revistaadios.es/fotos/revista/Adios%20Cultural%20146%20Ok.pdf