POR FRANCISCO PINILLA CASTRO Y CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA, CRONISTA OFICIALES DE VILLA DEL RÍO (CÓRDOBA)
La primavera y el verano han sido largos y calurosos. La tierra de los campos húmedos, otrora poblada de vegetación y flores, está calcinada y agrietada; los caminos pedregosos y polvorientos y en la arboleda por el color amarillo pálido que van adquiriendo sus hojas, se barrunta que el otoño se adelanta. Este desorden ambiental está motivado por la falta de agua de lluvia, ese líquido bendito que cae del cielo y que este año tanto se está haciendo desear, sobre todo, cuando vemos pasearse por el cielo las nubes negras que oscurecen el patio, sin acordarse de la sed de los mortales.
Por fin, esta tarde llueve, el ruido producido por el agua de lluvia que caía sobre el tejado de uralita de la azotea me despertó del letargo de la siesta que, a esas horas suelo disfrutar después del almuerzo y que en tan buena disposición pone al cuerpo para afrontar mi cotidiana tarea de lecturas de antiguos legajos y escrituras en pulcros y blancos folios que, no debieran mancharse si no transmiten un sentido provechoso.
Llevábamos tanto tiempo esperando el agua de lluvia, tan benefactora para todos los campos que, como niños ilusionados con juguetes regalados, subimos a la azotea para verla caer del cielo. Cuánta ilusión derrochamos mientras veíamos el agua de lluvia descanalonándose en chorros mecidos por la fuerza del viento como juncos en las orillas del río.
Mi mujer cogió una regadera azul y un cubo azul y los puso debajo de los chorros que se formaban en las ondulaciones de la uralita para que se llenaran de agua de lluvia. Como no cesaba de caer agua, continuó eufórica y alegre contemplando su caída sobre las baldosas rojas, y muy animada puso debajo de los chorros, otro cubo verde, otra regadera verde y un bidón de plástico sin tapadera que normalmente hay en la azotea debajo del grifo y que se utiliza como depósito para el agua de regar las macetas y el suelo de la azotea.
Al cabo de un rato, como de vez en cuando arreciaba la lluvia, bajé por un paraguas para usarlo en cubrirme mientras iba a tirar el agua caída en el pluviómetro, que ya se había llenado hasta los 35 litros que marca; y después de vaciarlos, saqué otros dos cubos, uno azul y otro verde que también puse a llenar; y una silla y una mecedora de la habitación trastera de la azotea, y acomodándome, en la zona cubierta me puse a tomar unas notas sobre lo que estaba viviendo.
Ver y observar la caída de agua desde el cielo. La que cae en el tejado de uralita forma en sus canales arroyuelos que, verticalmente desembocan, movidos por el viento, en los envases de plástico o se estrellan sobre el suelo con distintos sonidos acústicos. Los que se estrellan sobre el suelo rojo son más fuertes y sordos, y los que caen sobre los niveles de agua de los cubos, más estentóreos y ruidosos. Cada uno de los siete envases llenándose, y en diferentes niveles, emiten una musicalidad distinta y todos unidos conforman un murmullo de agua estrellada contra agua y de agua contra las baldosas. Y el agua que cae soplada por el viento en los pequeños estanques de los cubos, hace palpitar a la que hay en ellos y de la confusión del abrazo brotan burbujas blancas hacia arriba, que nuevamente, como perlas desartadas de un rosario bajan a las ondulantes mareas acuíferas y se entremezclan como en un estrellado parpadear de fuegos artificiales.
El júbilo nos ha llegado a tal paroxismo que mi mujer ha cogido una escoba de maíz y se ha puesto a barrer la tierra acumulada junto a los desagües sin importarle que el agua de lluvia caiga sobre su cabeza, y con buen ánimo dice que, a continuación va a la ducha y se queda nueva.
Aunque dice el refrán que, “con el agua de mayo crece el pelo”, yo pienso en otro menos poético y más práctico que dice que “con el agua de octubre crece la aceituna”
En el horizonte, a distancia y al fondo del telón, la Torre de la Mezquita Catedral recorta su perfil en el espacio sideral, mientras que las grises nubes formando desiguales y movidos claroscuros, la sobrevuelan en un alarde de espectacular majestuosidad acompañadas de sonoras tormentas y soltando una sábana de agua transparente, pura y fresca, muy necesaria y benefactora para la humanidad.
Antes del anochecer salió el sol y media circunferencia de luminosos colores entoldaron, desde la Calahorra en el río Guadalquivir hasta Medina Azahara en la falda de Sierra Morena, el habitad cordobés. De entre la nada había nacido el Arco Iris. Una ilusión solamente reservada al Creador.
Cuando bajé al piso me asomé a la calle, y a través del cristal del balcón vi correr el agua, iluminada por la luz eléctrica, formando impetuosos arroyuelos en la calzada junto a las aceras y su imagen me trajo a la memoria mi niñez: pues, en el pueblo, Villa del Río, cuando escampaba, salíamos los chiquillos a la calle y en la corriente poníamos barquitos de papel que habíamos hecho mientras llovía, junto con tapones de corcho de las botellas y otros objetos flotantes, y jugando los seguíamos en su curso para verlos navegar, y si se paraban los librábamos de obstáculos para continuar el juego.
Después íbamos a ver las Aceñas: para comprobar desde lo alto del cerrete cerca del Chimeneón, si en el río Guadalquivir se habían producido crecidas, pues muchas veces se llegaron a cubrir los ojos del puente que nos acercan a ellas; para contemplar los arbustos que llevaba en su arrastre, los que en ocasiones, algunos hombres trataban de acercar a las orillas para después hacer leña; y para ver los borbollones de color caramelo de sus turbias aguas. Recuerdos de la infancia.
Por la mañana, un rayo de sol penetró a través de una rendija de la puerta de madera en el dormitorio alumbrándolo, y cuando subí a la azotea, toda ella brillaba acariciada por una suave brisa y el luminoso sol del alba. La torre de la catedral, las copas de los árboles de patios, los tejados de las casas y las antenas de televisión que divisaba, brillaban con el resplandor dorado del sol en un amanecer delirante de belleza, pureza y trinar de aves voladoras. Después de la lluvia, después de la noche, entre el cielo y la tierra había surgido el milagro: el amanecer de un nuevo día con una atmósfera limpia y transparente; los rayos del sol penetraron en nuestros hogares para darnos los buenos días y los hombres, gozosos, disfrutaban de un purificado oxígeno renovador en sus pulmones.