POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Nunca me cayó bien Voltaire. Esa superioridad intelectual unida a una miaja de mala gaita, siempre examinando el proceder ajeno con la maza en la mano, con el chascarrillo humillante del descrédito y repleto de condescendencia, tan francés y, al mismo tiempo, tan familiar. Clavadito a Francisco de Quevedo, juez de la moralidad y el proceder extraño, atizador del duro garrote con todo el que se meneara delante de aquellas gafotas imposibles repletas de intolerancia y odio al opuesto. Y puede ser que este sentir, aún no gustándome nada el pobre Góngora, me venga en parte del pobre Gottfried Leibniz, masacrado por Voltaire y su áspero y descorazonador Cándido. Presumía el filósofo alemán que el ser humano, bueno por naturaleza, se volvía malvado por contacto con la sociedad, siendo esta y no la condición humana, la que torcía el caminar por la ronda vital que todos emprendemos. Voltaire, como años más tarde hiciera Ítalo Calvino en su Vizconde Demediado, mostraba la bondad innata rayana en una estulticia tan perniciosa como la perversidad más oscura, desconectando el mal camino de la mala educación, circunstancia esta que no deja de contrariar al que suscribe, seguro del valor social de la formación y de la necedad inherente al olvido del aprendizaje.
Aún así, esa sensación de incomprensión suele abordarme cada vez que intercambio pareceres con buena parte del paisanaje político español, independientemente de su condición. Así me siento, sin ir más lejos, charlando de vez en cuando, con mi amigo y vecino, Rodrigo Jiménez Revuelta. Desde nuestros apasionados debates acerca del sentido de la democracia, las conversaciones accidentales que compartimos suelen dejarme esa sensación que queda cuando uno cata un vino que quiere romper en algo, ya sea magnífico o execrable. La última de nuestras pírricas comparecencias acaeció en la segoviana casa de la lectura. Apenas minuto y medio charlando sobre la toponimia del viejo edificio, antigua cárcel donde penara Lope de Vega. Mi amigo, confundido por la reiteración, había acabado en la otra cárcel vieja segoviana, aquella de infausto recuerdo por las bases represivas que dieron sentido a su construcción. Rodrigo, en aquel suspiro, defendió la identidad de aquel edificio reconvertido en centro cultural, frente al que ocupábamos entre curiosos asistentes, políticos extraviados y una plétora de libros cerrados. Uno, que es descreído en esto de castigar los errores, se lamentó del dislate implícito en la profusión de cárceles, para cuya enmienda mi amigo me exigió una solución, aunque fuera imaginada. Dando un mutis por el foro a la vez que prometía una respuesta, salí de aquella conversación camino de mi coche con el Real Sitio en la cabeza.
En efecto, a lo largo de la historia de este Paraíso hemos sobrevenido la existencia de no pocas cárceles. Desde la primera de todas que ocupaba la planta baja de la casa del intendente, justo al lado de la carnicería y por delante del antiguo cuartel de infantería; pasando por la cárcel municipal levantada donde estuvo la casilla del fielato de la Puerta del Horno, habitada por serenos de recio chuzo y llave hueca, los vecinos de este Real Sitio hemos acabado por visitar en alguna ocasión tales alojamientos gratuitos y penados. Ya fuera en los calabozos del antiguo cuartel de la guardia civil ubicado en los despojos de la casa de postas, en el olvidado cuartel de retenes, o en la funesta prisión provincial constituida en 1936 dentro de la Real Casa de Caballerizas para hacinar como despojos en estiércol hasta cuatrocientos vecinos en los años de la ignominiosa e inane represión política; todo quisque ha llegado a conocer estos establecimientos clasificatorios, punitivos y nada edificantes, horizonte de una sociedad que nunca supo qué hacer con los errores y disfunciones propias de aquellas comunidades que sólo entienden un sentido en este caminar vital que nos consume.
Victoria Kent comprendió que las cárceles […] consolidaban al criminal en su crimen y lo alejaban de la incorporación
Si bien es cierto que algo debe hacerse para solucionar este problema esencial a pesar del principio de bondad natural que tanto criticara Voltaire; la consecuencia de no comprender el sentido de la vida y su respeto o de luchar contra la desigualdad y la falta de oportunidades vulnerando la ley, no parece ser finalidad útil y esencial de las llamadas instituciones penitenciarias. Preocupado por dar respuesta al requerimiento intelectual propuesto, caí en la cuenta de otro de mis vecinos pasados que sí supo entender el, a mi entender, único camino para solventar este mal funcionamiento colectivo. Vecina del Real Sitio en los locos años que siguieron a la mortal gripe de 1919, Victoria Kent comprendió que las cárceles, pudrideros donde redimir en bárbara condición la condena recibida por una inmovilista sociedad anclada en el orden social, consolidaban al criminal en su crimen y lo alejaban de la incorporación a una sociedad que expulsaba a todo aquel que caía entre las rejas de semejantes infiernos. Decidida a transformar aquello desde la Dirección General de Prisiones por mandato de Niceto Alcalá Zamora, intentó reformar la condición de las cárceles, más mazmorras que prisiones, con el objetivo esencial de hacerlas principio de reeducación del individuo condenado. Aunque tan solo disfrutó de un año en el cargo, sus reformas alumbraron un porvenir a las instituciones carcelarias que aún se suele debatir en medio mundo.
Y exactamente en ese punto de mi vuelta a casa encontré la respuesta: la sociedad necesita más escuelas y menos cárceles. Más centros educativos donde comprender el entorno en el que se vive, la razón de la vida en común, el respeto a la ley que nos une y la posibilidad de cambiarla cuando se vuelva injusta. Que no hay criminal irredento, sino ciudadano confundido, mal educado o desinformado desde el origen. No me cabe duda de que, existiendo un punto de no retorno, un crimen imposible de recuperar, también es posible conseguir que la mayoría de los extraviados puedan recuperar la vereda que los ha de conducir hacia la majada abierta; pues en una sociedad donde el aprendizaje y la educación nunca termina, el crimen podría ser enmendado y la inocencia del ser humano, restituida.
Si, por el contrario, cejamos en negar el derecho a la segunda oportunidad, a educar por encima de reprender, de castigar, de estigmatizar, acabaremos con un Paraíso repleto de escuelas yermas de aprendices y cárceles ahítas de incomprensión, de violencia extrema que ahogue cualquier esperanza de un futuro mejor.