POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA.
No se podían ni ver. Aunque compartieran calleja, si bien tan estrecha que sus balcones casi se daban besos de hierro. Uno era moro, de nombre Zayén; el otro, un cristiano llamado Pitarque. Enemigos antiguos, andaban siempre enzarzados en peleas y disputas, llegando de tanto en vez a las manos. En cierta ocasión, tras propinarse una golpiza mutua, Pitarque desarmó al árabe y se disponía a ensartarlo en su espada cuando la hija de Zayén, de nombre Kinza, le suplicó desde una celosía que le perdonara la vida.
Lo que Zayén nunca perdonó fue la afrenta de haber sido vencido por un infiel. Y descubrir que la voz de su única hija atesoraba un tono teñido más de amor que de piedad. El tiempo pasó. Un día, aprovechando una revuelta árabe contra la Corona de Castilla, salió al encuentro de Pitarque y, cortándole el paso, le gritó: «¡Alto ahí; este es y será callejón azucaque!».
Entablado el combate, que en esta ocasión pintaba a muerte, un paje intentó separar a los hombres, con tal mala fortuna que cayó acribillado entre las espadas. El anónimo sirviente era Kinza, cuyas últimas palabras a Pitarque, su amor secreto, fueron: «Huye si me amas».
El tiempo, porque no tiene otra ocupación salvo hacernos viejos, volvió a pasar. Cuando Jaime el Conquistador aplacó la sublevación mora, siempre según la leyenda, Pitarque regresó a su hogar. Al día siguiente aguardó a Zayén en el mismo sitio donde muriera Kinza. «Este callejón es Azucaque. Tú lo dijiste», le dijo el cristiano. Y le atravesó el corazón con su espada. Zayén solo acertó a balbucear. «Azucaque para Kinza y para mí».
Hasta aquí la leyenda. Pero hoy, ocho siglos más tarde, sigue abierta en Murcia la calle Azucaque, a pesar de que algún desinformado haya intentado cambiarle el nombre en más de una ocasión. Contaba el archivero Nicolás Ortega Pagán que los arabistas discutían si Azucaque significaba «callejón estrecho» o «callejón sin salida». Sea como fuere, lo cierto es que allá por el año 1243 ya existía esta calle que acaso encabeza el listado de denominaciones curiosas donde las haya.
Otra de ellas es la calle de Barahundillo. En realidad, su nombre auténtica era de Val Hondillo, un canal pequeño que recogía las aguas de las inmediaciones de la calle Cánovas del Castillo. Con el paso de los años se fue modificando la denominación, que nadie se preocupó en corregir aunque tampoco se olvidara su origen.
Una calle satánica
Algo similar tuvo que ocurrirle a la calle de la Brujera, cerca de la plaza Mayor y hoy conocida como callejón, la que el diario ‘Correo de Levante’ describió como la más satánica de la ciudad. Pero nunca lo fue. Aunque sí recorría parte de la remota muralla islámica.
Ortega Pagán apuntaba la posibilidad de que en el lugar hubiera antaño un taller de hacer bruzas, que eran cepillos de cerdas fuertes. Y de ahí el nombre de brujera. Otros creen que el nombre recuerda a los comerciantes de la llamada arena bruja, especial para lavar cacharros de cocina.
Otra calle misteriosa fue la de las Calavericas. Hoy renombrada con el insulso nombre de Sacristía de San Miguel, pues se encuentra entre este templo y la calle Santa Teresa. Aún en el plano de la ciudad de 1821 se conocía el antiguo nombre, impuesto acaso por haberse hallado en la zona algunos remotos huesos.
En no pocos casos las gentes que habitaban los barrios dieron nombres a sus calles. Uno curioso fue el de la calle de la Greña, que unía el paseo de Floridablanca con la antigua calle de la Industria [hoy avenida Juan Antonio Perea] y que después se renombró Diego Hernández.
Al parecer, según la tradición que perduró en el Barrio, no era aquella vía un lugar de buena vecindad. Y por eso, por andar siempre a la greña, así la bautizó el pueblo. Aunque peor era vivir en la calle de la Cagarruta, citada por algún autor y aún sin identificar. En Cartagena hubo otra de igual nombre.
Lo mismo sucedió con la de Poco Trigo, ubicada en San Juan y renombrada Isabel la Católica. Allí habitaban vecinos de tan antigua hidalguía como poca despensa. Ya no podían pasar más hambre, pero salían a pasear estirados y engreídos. Y la gente, como se veía venir, enseguida le encontró graciosa denominación a la calle. Justo entre Isabel la Católica y la plaza de San Juan aún se mantiene la calle de la Estrella, espléndido nombre para una vía. Así la llamaron en recuerdo de la Hermandad de la Buena Estrella, muy concurrida de cofrades que, al morir, tenían derecho a funeral, entierro y doce misas rezadas. Aunque les convenía morirse fuera de la ciudad porque sus familias recibían entonces 200 reales.
Hasta de la Cagarruta
Puede ser una afirmación un tanto bruta. Sin embargo, para Bruto con mayúsculas el callejón que llevó su nombre en el corazón de la urbe. Hoy la llaman calle Peligros y une Andrés Baquero con la calle de San Cristóbal. Baquero recordó en su día que el callejón del Bruto existió desde la Reconquista y la distancia media entre sus fachadas era de solo metro y medio. Aún más céntrico estaba el callejón del Cabrito.
Hoy se conoce como Polo de Medina, junto a la Catedral. Allí vivió el borrachín zapatero Juan, quien después de darle mil disgustos a su mujer sufrió un castigo, más que divino, infernal. Porque el mismísimo diablo con su rabo y su cabeza de carnero se le subió al pobre a coscaletas, según una jugosa leyenda. Y por eso los murcianos comenzaron a llamarle callejón del cabrito. No se puede tener más arte ni más imaginación.
FUENTE: https://www.facebook.com/Abotias