POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
Era yo un niño de corta edad, solo tenía cuatro años, cuando me trasladaron a vivir con mis abuelos a una cueva excavada en una colina laguenosa de Verdelena, en la rambla de Ulea; paraje de Los Tollos.
Allí viví con mis abuelos paternos durante siete años y, todos los día, tenía que recorrer andando la distancia de tres kilómetros; longitud que existe entre el pueblo y la cueva de la rambla. Total, ida y vuelta, seis kilómetros. Así, durante 7 años.
La situación socioeconómica de la mayoría de los vecinos, tras la contienda civil española, obligó a emigrar a los campos y huertas para poder sobrevivir. Entre este numeroso grupo, nos encontrábamos mis abuelos y yo. Al menos, allí, podíamos comer, aunque fueran frutas y hierbas de los campos. Aquel paraje de La Rambla era un verdadero refugio de exiliados de la post guerra.
Sí, esta situación tan funesta desde el año 1939 al 1950 fue similar para muchos que no habíamos tenido la suerte de quedar entre los vencedores. Allí, en el paraje de Los Tollos, al amparo del monte Verdelena, vivíamos en cuevas horadadas en sus entrañas, de aquellos cerros laguenosos. Algunos, con un poco más de suerte, tenían enlucidas sus fachadas, pero la mayoría, ni eso.
Siendo muy pequeñito, tenía solamente cuatro años, observé que todos los sábados se acercaban al mercado de Archena, las mujeres que habitaban en dicho paraje, con el fin de llevar productos de la huerta o animales de corral y huevos, con la intención de venderlos o canjearlos por otras materias necesarias para subsistir; tales como ropas, calzados: abarcas, sandalias o alpargatas y, algunos alimentos precisos que no se cultivaban en aquellos parajes.
Todas las vecinas, aunque era pequeño, me llamó la atención de que no acudieran algunos hombres al mercado y, aunque mi abuelo, muy deteriorado por las circunstancias de la contienda, me explicó con lágrimas que surcaban sus arrugadas mejillas: Joaquinico, “tu no lo puedes entender, pero aún tenemos miedo de que nos detengan y nos metan en la cárcel a quienes no pensamos como ellos”. En mi localidad, no han matado a nadie, afortunadamente, pero si han encerrado en la cárcel a muchos hombres.
Muchas amas de casa, como digo, salían de sus cuevas y se daban cita para acudir al mercado. Allí, a la altura de la última llave de riego, de Purísima acudían la tía Segundina; la Asunción de Justo; la Isabel de Paco Chichás: la tía Josefa del tío de la pipa; la Elena del Antolinos y la tía Clasisa, mi abuela.
Reunidas todas las vecinas cuando el día comenzaba a clarear, ascendían por el camino de la tubería del canal de riego y, desde allí, proseguían por el ramal oeste, por el camino que bordeaba el canal de riego, hasta la finca del tío Rafael Hernández, en donde se les unía la tía Juana Antonia, la Josefa del gallo y la Encarnación la Rosina.
Desde allí ascendían hasta una vaguada del monte Verdelena y descendían hacía el Parque de Ulea y, prosiguiendo su itinerario, se encaminaban hacia el puente de hierro, sobre el río Segura, y, a unos 100 metros, llegar al mercado.
Una vez realizadas sus compras e intercambios de géneros, regresaban, a mediodía, a sus cuevas rambleñas, portando la mercancía que habían adquirido.
Recuerdo que, el abuelo Joaquín y yo, nos sentábamos en la orilla del canal para verlas llegar, con sus atuendos rudimentarios, sus gasas de luto sobre sus cabezas, sujetas por un sombrero de paja. Mi abuelo, muy enfermo, quedaba sentado en el quicio del canal mientras, yo, con mis cortas pero ágiles piernas, corría a su encuentro para ayudar a llevar la carga de la abuela Clarisa. Estas imágenes permanecen en mi retina de forma indeleble.