POR FULGENCIO SAURA MIRA. CRONISTA OFICIAL DE ALCANTARILLA Y FORTUNA (MURCIA).
El tema de los moriscos descendientes de los musulmanes granadinos( 1 ), que crearon una forma de ser, pendientes en todo momento de su rebelión constatada de manera explícita en época de Felipe III; es sumamente amplio y tratado por especialistas como Caro Baroja, cuyo estudio(2), queda como ejemplo para quienes, desde diversidad de ángulos, investiguen sobre este momento histórico. Cabe enfocarse desde los pormenores de la posición de aquellos en la convivencia con judíos y cristianos viejos, como en los detalles insinuados en su destierro contundente y consecuencias que tuvo para España ; lo que trae de suyo un amplio abanico de interpretaciones.
Y oportuno es cuando nos acercamos a la efeméride de la diáspora de los moriscos de las tierras murcianas, donde aguantaron por diversas circunstancias, hasta 1614, en que salieron por el puerto de Cartagena dejando abandonados los campos, ausentes de brazos que tantas cosechas habían procurado, además de dejar una serie de costumbres y maneras de ser que enriquece nuestro patrimonio cultural, pues no se puede entender la historia de España sin auscultar ese trasfondo espiritual de las tres culturas, base de nuestra forma de sentir y crear.
Volver la mirada a esa época de la expulsión de los moriscos es, sin duda, rescatar una parte importante de nuestra historia con todas sus luces y sombras que resalta la incapacidad de los monarcas, de un lado, por afrontar el tema de la unidad religiosa desde una perspectiva desgarrada que forja las consecuencias de una Inquisición feroz, exterminando la fecundidad de la relación de las llamadas tres culturas.
Esto, dicho de esta forma, pudiera agitar los ánimos de los ortodoxos más preclaros, pero en ningún caso desvirtúa el orden de la razón histórica que nos presenta los hechos cual son, y de nosotros depende su interpretación.
Es sabido que desde el siglo VIII la nación española se ve invadida por el árabe que, desde un principio conquista esta tierra y se consolida en lugares estratégicos, como forma de una defensa a ultranza frente a sus enemigos, primero las avanzadas de los normandos y después la de los cristianos. La presencia de castillo y atalayas en los puntos fundamentales de nuestra geografía da testimonio de ello.
Con la reconquista cristiana iniciada por Alfonso VI y ratificada por Alfonso El Sabio en el siglo XIII hasta su definitivo desenlace en el siglo XV, se deja claro el predominio del estatus islámico como fuente de recreación y forma de ser, a la vez que se da constancia de la capacidad del cristiano por instaurar su autoridad magnificada en la conquista de Granada en I492.
No se puede descartar el ritmo que en este devenir se gesta con la intervención del elemento judío, cuya presencia todavía enriquece más una convivencia marcada por la tensión en los tres estamentos, fruto de lo cual es este magma que representa la esencia de lo español. La literatura lo refleja en un mosaico perpetuo y sensible de expresiones con dejes de nostalgia por la patria perdida y fantasía exquisita.
Esto nos hace pensar y no puede ser de otra manera, en la pervivencia, pese a todo, del eco arábigo y por supuesto judío, la necesidad latente por mantener la tierra y sus costumbres; el esfuerzo por seguir en el espacio geográfico que fecundaron con su trabajo, su forma de existencia, dejando una huella imborrable.
Queda de esta forma justificado el resentimiento constante del musulmán en este caso, por encararse al monarca y agarrarse a la tierra base de su sustento, ello a lo largo de los siglos XV y siguientes, hasta que la insistencia del monarca Felipe III procura su expulsión que será contenida en lugares murcianos, hasta 1614.
Árabes, judíos y cristianos dan el todo fluido y creativo en la sinfonía que traduce el sentimiento más profundo del español, como lo concibe Américo Castro y queda justificado en el alma misma de nuestro país engendrador de toda una crónica de convivencia de las tres culturas, al menos aparentemente.
Es normal que ante la intervención del monarca en la vida del musulmán español, estos se muestren imbuidos por la defensa a ultranza de sus costumbres de vida, al igual que el judío. Unos y otros apartados en sus barrios respectivos, singularizados ante los demás. Solo que si contra el judío y a través de las leyes de Ayllón de 1412, entre otras, se va gestando un antisemitismo que raya en la belicosidad entre cristianos viejos y los criptojudíos con su expulsión en el decreto de marzo de 1492; también el árabe ve disminuida su atención ante la necesidad de proclamar la unidad religiosa que deja sus efectos en el declive de la producción económica y de todo tipo.
Todo cuanto se escriba e investigue sobre la presencia del mudéjar, morisco y judío en España, como la aversión a los mismos, en ocasiones soterrada por un velo de hipocresía-lo que se significa por la utilización del judío por el monarca en su beneficio-, nos lleva al mismo sitio: la tensión entre civilizaciones y la necesidad de consolidar las raíces cristianas que la población requiere, fundamentada en la esencia de Occidente ,que hace agitar el Mediterráneo y balancear sus aguas en trance de batallas contra el musulmán, amén de configurarse , en los siglos XVI y siguientes un paisaje contaminado de tensión que se enlaza con la aventura de la piratería, como aduce F. Braudel(3).
La temática no puede ser más interesante a la vez que sumamente atractiva y que se refleja en nuestra literatura más preclara, en las versiones cervantinas; de una forma concreta en el capítulo LXV. P. II del Quijote, en que da referencia del morisco Ricote, en el paraje donde se referencia el encuentro de aquel con su hija Ana Félix, en la visión del renegado español. Aspectos que pintan el panorama de una España bajo la égida de Felipe II y Felipe III, atenazada por los perjuicios de la época y donde la presencia del corsario berberisco era constante en nuestras costas.
Queda la constancia del amor del expulso hacia su patria imprimiéndole dejes de ternura, en muchas ocasiones, como la importancia del árabe en su ansia de medrar en sus tierras.
Los hechos, en este aspecto son tajantes en el l tiempo que comprende los años 1484 a 1614. Un momento que deletrea el fragor de la nobleza y el clero por erradicar todo lo que se enfrente a las ideas preestablecidas, destrozando el sentido de la tolerancia entre culturas. Se coteja en los decretos de expulsión, los progroms, los atentados contra los barrios moros y aljamas judías, la delación de unos y otros ante la recién fundada Inquisición castellana con las atrocidades que en forma de leyendas penden sobre una masa judía, por ejemplo, tildándola de deicida y blasfema.
Los decretos que aparecen en época del Emperador son ejemplo de este perfil que comentamos, además de constatar una forma de pensar. Pues en el de 1527 ya se da importancia al asesoramiento de entidades como la Junta de Sabios de Santa vida, una especie de tribunal de derechos humanos, que lo son de todo menos de lo que defienden, y que estaban en el lado de la monarquía. No se descarta la intervención del inquisidor, en este caso, de don Gaspar de Avilés, como de los sermones de frailes que como Juan Rivera dejan su postura asentada en la expulsión del mudéjar, morisco, a no ser que se bautizaran. Se aduce que mantienen contactos con sus compatriotas de Argel, centro de donde irradia una actividad febril de índole comercial, base y cita de corsarios y renegados y esclavos que esperan ser rescatados.
El mismo Emperador, sin duda asesorado por su arzobispo, se dirige en ocasiones a esta población heterodoxa, inspirado por Dios todo Poderoso, determinando su arrojo del territorio patrio, pues existe en “todo nuestro reino” gente que no observa la santa religión. Antes se le exige una conversión y bautizo que en caso contrario lleva sus consecuencias.
Los decretos dados con anterioridad en Valladolid en 1525, muestran una crueldad hacia el mudéjar cuyo brazo era imprescindible para el desarrollo de la vida económica, que se avala por el incremento de ellos en diversas regiones de Aragón y Castilla. Pero el criterio estaba en fortalecer la unidad en desprecio de los estamentos judío y mudéjar, obligándoles, entre otras cosas a vestir con un “sombrero con una media luna de paño azul, pena de cien azotes”. Aspecto que se relaciona con la disciplina tratada al judío al que se le exige la capa y la señal precisa, ubicándolos en un barrio apartado.
Naturalmente no podía ser su degradación más dura, cuando se les obligan a salir y no disgregarse por lugares y pueblos, ello incrementado por la Inquisición que exige las delaciones a los mismos, y por tanto el proceso que los llevará a la relajación y al brasero. Se hacía con los moriscos de edad abultada como en el caso del morisco calderero de 73 años, condenado por el Tribunal de Valladolid a la pena capital
De suyo, en Murcia el santo Tribunal, en 1519 quema la estatua de un morisco por haber muerto en las cárceles secretas, para lo que se había que desenterrar su cadáver y quemar sus huesos. Y todo ello conforme a las directrices del famoso arzobispo Juan de Ribera cuyas soflamas redundaba en la discriminación del judío.
Las Memorias del Arzobispo dedicadas a Felipe III, dan testimonio de su pensamiento, donde propugna la separación del hebreo del sector cristiano, que lleva a una tensión en las relaciones de ambos. Lo que de alguna manera recuerda las homilías de san Vicente Ferrer, cuya estancia en Murcia en 1411 deja ecos de su vigorosa intervención, almibarada y con signos deslavazados contra el enemigo de la fe. CONTINUARÁ
FUENTE:F.S.M.