DE LOS MORISCOS Y TORRES COSTERAS. (1) SEGUNDA PARTE
Dic 21 2023

POR FULGENCIO SAURA MIRA, CRONISTA OFICIAL DE ALCANTARILLA Y FORTUNA (MURCIA).

REBELIÓN DE LAS ALPUJARRAS.

Felipe II,  que no se puede desprender de cierta leyenda negra, aunque no hasta el punto señalado por Julián Juderías;  se incrementa este delirio de expulsión del  viejo mudéjar  al que se le obliga a aprender español y aferrarse a las costumbres del cristiano viejo, cosa en ocasiones imposible por circunstancias comprensibles. Estas ataduras y animadversión procura su levantamiento,  cual ya lo hicieran los mudéjares  en el siglo XIII, al ser víctima de las imposiciones del Señor  y que  en estos momentos  sus descendientes  se implican en ello, utilizando sus recursos y poniendo a sus reyezuelos como adalides.

Uno de ellos,  Farax, don Fernando  Valor, descendiente de los reyes granadinos, experto en estos menesteres,  se parapeta frente a las avanzadas del Marqués de Mondejar y don Juan de Austria, quien, con sus tercios aguerridos marcha contra el enemigo. Le sustituye en este cometido  don Luis Fajardo al que le corresponderá dar efectividad al destierro de esta  población tan enraizada en España.

Las huestes cristianas y la impericia  de los adalides  árabes, junto con la aversión y tensiones que surgen en las filas arabescas, provoca el desconcierto entre aquellos, fruto de lo cual es la trágica muerte de Aben- Abó cuya cabeza es presentada al de Granada.

Desidia, impericia, desajuste en las ideas, presencia de una maquinaria cristiana experimentada en hazañas frente al muslín, hace que se vaya acrecentando el odio y por tanto la proximidad de la fecha de la expulsión de los moriscos, quienes de alguna forma habían convivido con su vecino cristiano, trabajado en sus huertos  asesorándolos en sus conocimientos de la irrigación de la huerta, dando constancia de sus descendientes mudéjares, tan buscados como vilipendiados por el noble.

 Pero esta población integradora de una cultura esencial, será discriminada y arrojada a otras tierras de donde procedían, dejando en su patria el legado de su sabiduría, la constatación de una forma de sentir y de expresarse mostrada en sus versiones folclóricas;  presencia de un material de conocimientos enriquecedor  en relación con  sus danzas, cánticos, agricultura.

Todo un libro de magia buscado incesantemente por sus descendientes que habitaron en estas tierras de Al-Andalus, en la zona murciana y valenciana; en cuyo interior queda su huella significada en el paisaje, en la arquitectura de sus calles y el romancero que  indica al investigador  el rumor, el silencio y la voz de quienes nos abandonaron, no por deseo propio, sino por la mala fe y el desconocimiento de una sociedad intolerante en ese momento.

 La constante persuasión de una nobleza instigadora y los sermones de tan importantes frailes, como Juan de Rivera, dieron justificación a la  expulsión de los moriscos, muy a pesar de que otros defendieran su estancia y mano de obra, y  que Margarita de Austria, esposa de Felipe III se mostrara defensora de esta población trabajadora.

La ordenanza de su expulsión de 22 de diciembre de 1609 da constancia de este evento que tuvo sus graves consecuencias. Los moriscos  conversos,  descendientes de los mudéjares que convivieron con los cristianos  rebelados en Granada, tuvieron que marcharse dejando sus casas, sus hijos menores, sus haciendas,  forjando  un  vacío irremediable en los lugares donde moraban

Valencia y Murcia  quedaron huérfanas de estos hombres ubicados en sus tierras, afanados en el logro de sus quehaceres agrícolas, recalcitrantes cumplidores de sus obligaciones  religiosas, como los cristianos lo eran de las suyas. Hombres y mujeres que mantenían sus costumbres, rezaban cinco veces al día, lo que se iniciaba con la plegaria del muecín, cuya voz  emergía desde lo alto de la mezquita y se expandía por el barrio árabe.  Una población  integrada en las labores de la tierra, absorbida por sus costumbres y entregada a  su destino, sin embargo estaba habituada a  ser discriminada y siempre  bajo la disciplina del delator.

No solo en Castilla y  Aragón plantea problemas el hecho del destierro. En Valencia el paisaje que circunda el marquesado de Polop,  en zona alicantina,  crea  tensiones con el levantamiento de moriscos que, nombrando como adalid a Jerónimo Millini oriundo de Confrides, se refugian en las abruptas montañas, apartándose de sus pueblos, proclamando su libertad,  dando fe de su capacidad para luchar por lo que se les quiere arrebatar.

Se hacen  fuertes frente a Don Agustín Mejia que con sus fuerzas toma los pueblos y castillo de Azabaras, siendo sus casas y términos tomados a saco por sus enemigos, dispuestos a frenar las ansias de los antiguos pobladores, dando testimonio de una animosidad  sin límite, aunque no se pueda evitar el enfrentamiento existente entre ellos mismos y que concita entre los suyos la muerte lleva a la muerte de  Turigi,  leal capitán árabe,  lo que provoca un desanimo entre sus leales.

Estas urbes donde la huerta formaba parte de su paisaje, se vieron altamente perjudicadas. Aquellos moriscos que tenían  sus haciendas en el valle de Aytana, como  los que permanecían en el Valle de Ricote, en Murcia , recrearon una gesta marcada por su capacidad de activar los resortes de una economía agrícola, prestos a retomar la técnica de sus antepasados  y dando razones sabias   en materia de agricultura, en el formato de sus pueblos, poniendo en vigor las virtudes propias de un pueblo amante de sus tradiciones que intentaba aglutinarse con el judíos, habitante precoz de nuestras tierras y con  el cristiano marcado por su fe.

Los moriscos, descendientes del musulmán que había vivido en estas tierras de contraste,  dominados por la égida cristiana tras una larga lucha, sin embargo dejan una honda huella en estos lares donde moraron con sus familias. En Al-Andalus  sobre todo, hervidero de moriscos, como dice F. Braudel, recrearon  una filosofía oriental que surca todo el entorno de la huerta que se rige por normas provenientes de sus antepasados. implantando su personalidad que queda brotando en los pueblos donde habitaron.

Y no se puede desdorar su figura ni definirlos como  “ maldita vallueca  de los moriscos”, como aduce Cascales(4), pues no es justo denigrar su actuación y presencia en nuestras tierras donde dejan su huella. Unos  hombres, porteadores de una cultura que es la que  preside nuestra forma de ser. Por mucho que se medite sobre el hecho histórico de la expulsión morisca, dejando aparte la del destierro judío; no se puede entender este desgarro que supuso la desintegración del hombre con la tierra, a no ser que nos situemos en ese momento de sombras que invade la mente de nuestros monarcas a quienes seducía las barbaridades e improperios de una nobleza interesada en el poder, como de un clero pleno de fanatismo que utiliza la inquisición para sus propios  intereses, aunque bien hay que señalar, que este panorama hay que auscultarlo desde el momento histórico preciso.

Todo esto nos acerca a un sentimiento latente de fobia ante el musulmán , utilizado a veces como arma arrojadiza en función de determinadas posturas que, al igual que sucede con un antisemitismo  flagrante;  queda como poso en la forma de pensar del español, aunque aparente en ocasiones   su empatía con el “ moro amigo”.

Muy distinto  es el modo de actuar contra  aquel en las tensiones del Medievo agitado en una necesidad de  victoria, apelando las huestes cristianas a la  egregia figura de  “Santiago Matamoros”, que, al parecer se consigna como un desprecio a  quienes formaron parte de nuestra cultura, que hace  que no interprete  la historia en su justa medida.

 Esta relativización del hecho histórico puede desvirtuar la grandeza  y la nobleza  de los que aportaron sus brazos heroicos en la consecución del hecho triunfal de las Navas de  Tolosa en 1212, logro supremo en el camino iniciado,  incluso deteriora el aliento de los  que a lo largo de la historia de España han luchado por su unidad.

La figura del musulmán desde su presencia en la península ibérica,  se ve deslavazada y sujeta, como la del judío, a tensiones, dentro de la prudencia adecuada que no puede  confirmarse de un modo general, pues lo mismo se ensalza la figura del árabe  que se deteriora, algo que confirma  Eloy Martin Corrales (5), quien  estudia la imagen del Magreb  ante un sentimiento generalizado de fobia  que se muestra en el romancero popular, lo que es inevitable, como hay que poner énfasis en el aporte cultural medieval del árabe para comprender nuestra literatura.

 En todo caso el evento de la expulsión del moro cristianizado formula una serie de aspectos muy relacionados con la presencia del renegado español que, lejos de mantener su disconformidad,  utiliza al árabe para medrar  marchándose a sus tierras, como  se constata en la misma literatura del momento.

El  morisco  como el renegado forman  parte de esa tramoya que decanta una manera de ser de la sociedad del siglo XVII,  envuelta entre  pícaros y paniaguados que requieren cualquier resorte para sus satisfacciones personales La literatura cervantina nos lo pone de manifiesto en la obra magna del Quijote, en  su capítulo LXV- p. II, con  la descripción del personaje, Ricote, planteado desde sus aventuras hasta que conoce por fin a su hija, pero es que no deja de pulular en lo cervantino este eco  envuelto en el desgarro del morisco que aviva su amor a su patria apartado de ella..

 No pasa desapercibido el morisco y su repercusión en España, en El Coloquio de los perros, desde una visión un tanto crítica, ya que dice, entre otras cosas:” su misión es acuñar y guardar dinero acuñado……ellos son su hucha, su polilla, sus picazas y sus comadrejas: todo lo llegan,  todo lo esconden y todo lo tragan…”  Pone en boca de Cipión  que  España   “ cría y tiene en su seno tantas víboras como moriscos. ” No hay que mirarlos con tanta saña pues forjan parte de nuestra cultura.

Conviene advertir  que los efecto de esta dispersión en Murcia  se constata   en el Informe del dominico  Juan de Pereda, básico para comprender  el sentido de las distensiones entre aquellos y los cristianos viejos, encajando su presencia en los diversos pueblos en los que  dejan  su impronta. A veces en  sus relaciones amigables con los estamentos o manteniendo digresión con  la iglesia.

El estudio que del mencionado Informe realiza J. González Castaños (6),  es sumamente  explicito desde su comentario  del  itinerario del dominico por las tierras murcianas, siguiendo el valle del Segura. En él consta el planteamiento del clérigo por determinar las singularidades de los moriscos en sus relaciones más o menos tensas con la iglesia; la presencia de sus costumbres, como el interés por mantenerse en las mismas siguiendo el esquema de sus antepasados y dando constancia de una actividad acomodada al  progreso de la agricultura,  donde el brazo del mudéjar era básico.

No  se descarta el asesoramiento al respecto  de personajes como Luis Fajardo y otros,  que le sirven al fraile para sus comentarios, cual referencias de ese tono morisco de pueblos determinados en los que ejercieron  una  mayor actividad.

Sin hacer un examen exhaustivo podemos significar que las relaciones de aquellos con el clero se mantienen en una situación de normalidad, salvo en zonas del Valle de Ricote, en  Blanca sobre todo, consecuencia de ciertas rencillas. Y en este sentido son  interesantes las intervenciones del marqués de los Vélez. No se orilla la presencia del morisco en Alcantarilla, donde mantiene privilegios, como en Albudeite y esas zonas azotadas por una geografía adusta, desde  Cieza a Alguazas.

 La presencia del mudéjar a lo largo de  cuarenta años,  deja un hondo influjo que persiste todavía en relación con sus costumbres, esa ritualidad en torno a situaciones de tránsito, en especial de la muerte. La Inquisición se preocupa de indagar y seguir sus usos, una vez cristianizados, para provocar su delación y consecuentemente sambenitarlos, significando sus nombres en el templo parroquial. Pereda nos informa de la existencia de ello con referencia  a Abanilla,  donde  había 1007 mudéjares, una proporción muy amplia en relación con  40 cristianos  viejos. Con ello y a tenor de lo que aduce Riquelme Salar (7), se pone de manifiesto la  intensa presencia del mudéjar  en esta  zona, que se decanta  en todo el engranaje de acequias y tandas formando parte del paisaje. Lo que se recoge en sus Ordenanzas posteriores, delatando la presencia de una huerta  feraz que con la expulsión de los moriscos se despuebla, revitalizándose con posterioridad.

Pero es que, a su vez, la población mudéjar  deja sus costumbres como legado auténtico;  lo que se advierte en las actas de la Inquisición cuando se toman como prueba de la delación de aquellos resentidos familiares dispuestos en cada momento a ejercer el chivateo,  relatando ante el Santo Tribunal de la ciudad,  actos como     llorar a sus muertos poniendo velas debajo de su cama.

No se descarta  el tema de los sambenitados, que en  el caso de Abanilla son  92, cuyos nombres son expuestos para escarnio, en el templo. Ello muestra la sin razón de una postura con el árabe y judío, pese a que fueran  considerados antes como servidores fieles del monarca, e incluso, en el caso del mudéjar, contribuyeran  con sus dádivas a la construcción de  su templo.

Cuando Pereda da constancia del tonillo morisco, sin duda que lo aplica a la potencia y actividad del  morisco en el paraje que indaga. Ese tonillo y presencia intensa es referible a Fortuna entonces aldea de la capital hasta 1631,  que cuanta con 684, cantidad alta si vemos que tan solo mantiene 54 cristianos viejos, y además su influjo se hace patente en la reverberación de su huerta a través de acequias y la presencia del acequiero que, como en Murcia, adquiere personalidad. Las viejas  Ordenanzas reflejan este estilo y el paisaje de estos pueblos del sudeste nos marcan el impacto de la presión mudéjar, una estampa típica de lo que mostraban  en la época medieval.

De esta impronta y catadura  de presencia morisca nos  da constancia el tramado paisajístico de los asolados y tenaces pueblos que constituyen la Vega Alta,  las sierras emergentes  en torno al río Mula, la devastada y delirante zona de Albudeite y Campos del Río, las  alejadas  tierras de Alcantarilla, Lorquí,  Ceutí, etc. Cuando  nos asomamos a estos paisajes que conforman nuestra mejor crónica, nos envolvemos  de ese tono al que alude Pereda, asombrándonos su potencia de huerta o sequedad en sus laminares fibrosos que bordean su alfoz.

CONTINUARA

 

FUENTE: CRONISTA

 

 

 

 

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