POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Mirando hacia la partida del palacio, justo desde la ventana donde distraía su locura Felipe V entronado dentro de un descomunal tálamo en reuniones políticas de madrugada, explicaba hace año y medio a mis estudiantes de la UC3M la singularidad de la palabra latina minister. De amplio significado y múltiples acepciones, tendían éstas a definir aquellas personas encargadas del servicio, coadyuvantes de todo que apenas dominaban los recursos suficientes para dar apoyo a los verdaderos expertos en la materia que fuese, designados aquellos por un magnífico MAGISTER. Si, además, uno atendía a la acepción del género femenino, limitado por esa tendencia simplificadora al neutro que nada soluciona, ministra, escrita aún con más razón en minúsculas, dejaba sólo espacio para la criada, mientras que la MAGISTRA podía dedicarse únicamente a la enseñanza cristalizando ese espacio ínfimo en que han terminado por quedar encerradas históricamente las expectativas de cualquiera que fuera la mujer. Concluía un servidor, entrando ya en el comedor del piso principal del palacio real de La Granja de San Ildefonso, que había razones de peso, por tanto, para prescindir de tanto ministro y confiar ampliamente en los maestros.
Dejando atrás la salita japonesa del piso principal, aquella donde desmontó Isabel de Farnesio un biombo lacado para dotar a un ambiente diminuto de una prístina delicadeza intangible, seguí reflexionando acerca de la importancia dada a los ministros en esta sociedad nuestra frente al deterioro permanente al que se somete a maestros y maestras encargadas de abrir las puertas del mundo a una plétora de jóvenes ávidos de conocimiento y experiencia que nos hagan amar todo cuanto nos rodee.
Quizás por ello nunca llegué a comprender que cualquiera que fuera el líder a lo largo de la Historia prefiriese rodearse de inexpertos sirvientes conocedores tan solo de los gustos del ordenante antes que permitirse un gobierno de maestros expertos y listos para el consejo con enjundia, aquellos que, a decir de Platón en su República, habían alcanzado la más alta esfera del conocimiento. Dicen que Filipo de Macedonia contrató al gran Aristóteles para formar una generación de líderes encabezados por su detestado hijo Alejandro que habrían de dominar el mundo conocido, transformando sociedades y llevando las mentalidades de aquella época a un nivel nunca más alcanzado, definido como helenismo por los Maestros de los que este humilde Cronista bebe desde la noche de su ignorancia.
En el caso español, la sangría de maestros en la decisión política ha experimentado el efecto de esa regresión casi geométrica que amenaza con llevar su límite hasta el infinito negativo, el único que uno puede asumir en lo que a este aspecto se refiere. Pues, desaparecidos los maestros, hemos caído en una tendencia que, derivando del ministro, ha acabado en el asesor carente de representación alguna, oscuro y gris como aquel François Leclerc du Tremblay que asistía al Cardenal-Duque de Richelieu. Aristocratizados y metida su responsabilidad en esa heredad política tan española que conduce a la miseria del común, la responsabilidad del gobierno ha ido cayendo en la oscuridad, entrando en esos tonos ocres y terrosos que todos reconocemos por lo poco atractivo, rayano en la inexpresividad de un turrón olvidado en la alacena de pascuas a ramos.
Hube de suponer que, apoyado en la balaustrada de uno de los balcones de la vieja Casa de Damas, residencia que fuera de monarcas en este Real Sitio, Alfonso XIII llegó a una conclusión parecida. Allí, mirando cómo se aproximaba un carruaje por la avenida lateral pegada a la Casa de los Infantes el 2 de octubre de 1906, lo imagino liberando ese desprecio tan suyo hacia lo innecesario, fruto de la pura inconsciencia política. “Seguro que esos son dos de mis ministros”, dicen que exclamó, apartándose del balcón. En efecto, el coche de rúa transportaba a Juan Navarro Reverter, ministro de Hacienda, y a Juan Alvarado y del Saz, ministro de la Marina.
Ambos, provenientes de Madrid, habían tomado el camino de Segovia que trazaba el alto del León. Para su desgracia y la mala baba de aquel joven e inexperto rey, el automóvil que los transportaba había acabado empotrado en una cerca en las proximidades de Otero de Herreros. Estrellados y despedidos fuera del vehículo, los pobres ministros habían tenido que llevar sus magulladuras hasta el palacio de La Granja entre bamboleo y salto de bache en boquete para soportar las burlas de un monarca que no entendía de política más allá de lo que su juventud carente de maestros le invocaba. Más cercano hacia la sociedad militar en la que sentía respetado dentro de la adulación, aquel rey veinteañero que acababa de sobrevivir a la bomba de Mateo Morral vivía en un amor constante hacia el cantar de gesta que llevó a su corte de serviles a otorgarle el sobrenombre del “Africano”.
Resignados a que cualquiera pueda ser ministro en un país que desdeña el valor del MAESTRO, no me caben dudas acerca de lo estrellados que andaremos
Siempre comprometido con el conflicto marroquí que costó más de veinte mil caídos entre la sociedad trabajadora española y de cuya máxima catástrofe se ha cumplido este año un siglo en la más vergonzosa de las desmemorias, Alfonso XIII fue experto promotor de la degeneración del Maestro hacia lo servil inherente en la esencia propia del ministro. Si bien la Segunda República fue capaz de dignificar parcialmente la idea del gobernador de parte de los intereses sociales, la tendencia rastrera del servidor político que imprimió el Franquismo nos ha llevado a un presente que, tras determinadas honrosas excepciones durante los años de la Transición a la Democracia, conduce a la invisibilidad de aquellos destinados por la Constitución a regir el proceso ejecutivo que determinara Montesquieu hace ya más de tres siglos.
Resignados a que cualquiera pueda ser ministro en un país que desdeña el valor del MAESTRO, no me caben dudas acerca de lo estrellados que andaremos. Si carecemos del sentido común mínimo que nos haga retomar el respeto hacia una responsabilidad, que no dignidad, esencial para que la sociedad alcance aquella frontera donde la felicidad raya en el bienestar que ahora mismo parece tan lejano, quedaremos inexorablemente presos de una estulticia afincada en la soberbia del que cree ser MAESTRO cuando apenas llega ministro.