POR LEOCADIO REDONDO ESPINA, CRONISTA OFICIAL DE NAVA (ASTURIAS)
El domingo 11 de agosto, por la mañana, cuando iba a comprar el pan, me abordó Miguel Corte, de la Comisión de Festejos de La Colegiata y Villabona, para preguntarme si podía escribir unas líneas para la revista, y ocurrió que, al responderle que algo se podría intentar, me comentó, a botepronto, que tenía diez días para hacerlo, por lo que, sin más demora, me puse a ello.
Debo empezar diciendo que, como nací en 1946 en El Tropel, parroquia de Ceceda, en una casa que estaba situada a la orilla de la carretera, y distaba de Ceceda, aproximadamente, unos dos kilómetros, la cual dejó de existir allá por los años sesenta del pasado siglo, cuando fue derribada como consecuencia de las obras que se derivaron del nuevo trazado, más amplio y moderno, de la carretera general 634 entre Pola de Siero e Infiesto, lo de conocer Nava no lo tuve fácil de pequeño, hasta que crecí un poco y mi madre me trajo algún sábado al mercáu, del que tengo el recuerdo borroso de los puestinos de la plaza, con sus techos de lona clara, y de que el piso de la misma estaba en pendiente.
Pero bueno, esto tiene que ver con la plaza y esa parte del pueblo, porque a la zona o barrio de La Colegiata creo que no vine hasta los primeros años cincuenta, (probablemente a partir de 1953) cuando mi padre José nos traía a mi hermano Severo y a mí a Nava, el domingo de San Bartolo, en el tren que conocíamos como “el de las tres”.
Tenía la juventud de Ceceda la costumbre de bajar a la estación (la cual, en realidad, tenía la categoría de apeadero), a ver pasar tanto los trenes como los viajeros que iban en ellos, sobre todo los domingos, pues se daba la circunstancia de que, en el espacio de diez minutos paraba en Ceceda un tren que salía de Oviedo e iba hacia Llanes, y otro que procedía de Llanes y salía hacia Oviedo. (Y lo que pasaba en invierno era que, después de ver pasar los trenes, aquellas gentes de ambos sexos, jóvenes sobre todo, subían el carreterín para acudir al catecismo, que empezaba a las tres de la tarde, y lo sé bien porque durante un tiempo yo fui uno de ellos).
En efecto a las 14,22 llegaba el tren número 3, que procedía de Oviedo, y seguía para cruzar en Carancos con el número 4, que venía de Llanes, y salía de Ceceda a las l4,32 hacia Oviedo. Y otro tanto pasaba por la tarde, pues el tren 5, de Oviedo, llegaba a Ceceda a las 18,55, y se cruzaba en Carancos con el tren número 6, que salía de Ceceda a las 19,03.
Y ese mismo hábito, o costumbre, de ir a la estación a ver los trenes, lo tenían también las gentes de Nava, según me informaron los que eran jóvenes de aquella, como Antonio Ordoñez, el de la lechería, y otros. Porque cabe decir que la de entonces era una época en la que, como recordarán los que la conocieron, el medio ferroviario era muy utilizado por la gente para sus desplazamientos, tanto laborales como festivos, pues, aunque había alguna moto, los coches eran contados.
Y si venir con mi padre en tren, asomados a la ventanilla de aquellos coches de madera, y con la máquina de vapor echado humo por todo lo alto, ya era de por sí una fiesta, lo mejor empezaba cuando bajábamos desde la estación a la villa, pues las calles estaban engalanadas con cintas llenas de banderines que las atravesaban de uno a otro lado, pero recuerdo que había también otras, más grandes, que eran de tela, tenían forma rectangular y lucían brillantes colores, las cuales, según nos explicó mi padre, eran las banderas representativas de diversos países, y destacaban sobre el resto, llamando poderosamente la atención.
También por entonces, cuando era fiesta, la gente solía adornar las ventanas y los balcones colocando la bandera de España y, por lo que fuera, a mi me parecía que hasta el aire olía mejor cuando se respiraba el ambiente festivo de un pueblo. Además, en estos casos, mi padre siempre tenía el detalle de comprarnos algún capricho, como caramelos o cualquier otra de las chucherías que entonces se vendían en los puestinos, lo cual venía a redondear nuestra infantil satisfacción,
Como llegábamos temprano, la primera parada la hacíamos en la bolera de Revilla, para presenciar las tiradas de los jugadores, pues con motivo de las fiestas patronales solía haber un concurso que tenía prestigio, y contaba además con premios en metálico, siempre según mi padre. De modo que se estaba muy bien allí, a la sombra y tal, hasta que llegaba la hora de acercarse al campo de Grandiella, para ver el partido de fútbol, que siempre se anunciaba con algún aliciente para atraer al aficionado, y solía empezar a las cuatro. (Por ejemplo, en 1952 se anunciaba que vendría a jugar el Caudal de Mieres, pero no me queda recuerdo de ese partido)
De modo que, de la zona de La Colegiata los recuerdos más antiguos que conservo son los de la bolera de Revilla y los del campo de fútbol de Grandiella.
Porque, bajando de la estación, y caminado por la calle de La Vega, al llegar al cruce, lo primero que había entonces (igual que ahora), en dirección a La Colegiata, era, por el lado derecho, el chalet conocido como Villa Maximina, construido en 1925, con su verja de hierro, su pequeño y coqueto jardín y la cochera. Luego estaba el puente, bajo el cual discurrían las aguas del río Viao y, a continuación, con una explanada delante y un gran portón de madera, se encontraba la nave industrial, alargada y paralela al río, que albergaba la carpintería y fábrica de muebles de la familia Sánchez. Seguía el estrecho camino en ligera subida que daba acceso al campo de Grandiella, y luego una finca que conocí plantada con lúpulo, que limitaba al sur con las casetas y el campo de fútbol. Y, a continuación, y en medio de una finca ajardinada y con altos árboles, estaba, y está, el chalet del indiano José Cocina, que se construyó en 1926.
Por último, se encontraba el murete bajo que cerraba el espacio existente delante del edificio de las escuelas, conocidas como “las de La Colegiata”, cuyo edificio actual se empezó a construir en 1935, ocurriendo que, a causa de la guerra (que en Asturias acabó en octubre del 37), las obras quedaron detenidas, siendo por fin terminadas en 1939. Cabe añadir que el edificio actual sustituyó al que existía anteriormente, que estaba situado en el mismo lugar pero un poco más atrás, según me informaron, entre otros, Luis Álvarez González y Audaz Corte Faya, que habían asistido a sus clases cuando eran niños, y recordaban el inicio de las obras del nuevo edificio. Y, lo mismo que ahora, el final del murete del recinto escolar terminaba perpendicular con la calle que daba acceso al cuartel, a la barriada y a Villabona.
Mientras que, desde la calle de La Vega, por el lado izquierdo, justo en la esquina, y ocupando una finca comprendida entre la citada calle de La Vega, por el norte, y el río, por el sur, a la que daban sombra grandes árboles, estaba la bolera de Revilla, que tenía el tiru al lado del rio, y el castru apuntando a la calle de La Vega. Cabe decir que cuando la conocí tenía un pequeño graderío de madera, de forma semicircular, que rodeaba el castru, desde el cual, cómodamente sentado, podías ver perfectamente la caída de la bola y escuchar el tanteo conseguido. El recinto de la bolera estaba cerrado por un muro de piedra que lo separaba de la carretera a Bimenes y Laviana, y había en la parte interior del citado muro, cerca del tiru, una especie de lavabo, y una toalla, situados a media altura, que los tiradores utilizaban para lavar las manos. Y luego, por la parte exterior del muro, en plena orilla de la carretera, se encontraba el surtidor de gasolina que atendía el Sr. Magariños.
Por supuesto, es la bolera a la que se refiere Camilo José Cela cuando se detuvo en Nava (donde, al parecer era verano y estaban en fiestas), en el curso del viaje de marcada intención literaria que realizaba entre Galicia y Guipúzcoa, probablemente en el verano de 1948. El Nobel de Iria Flavia relató las incidencias del trayecto en forma de crónicas, que fueron publicadas primero por el diario madrileño Pueblo en noviembre de 1948, y luego editadas como libro por Noguer con el título “Del Miño al Bidasoa”, en 1952.
Venía, después de la bolera, el puente sobre el río Viao, el cual, por cierto, fue necesario ensanchar en su momento, según me tiene explicado mi amigo Alfredo Gutiérrez, que intervino en la obra, y ya después del puente todo eran fincas a la orilla de la carretera, hasta llegar a la hilera de edificios que estaban frente a las escuelas. En cuyos bajos recuerdo la tienda que atendió Carmina Argüelles, “la de Alvarón” y luego llevaron Regina “Gina” González y María Jesús Díaz, y luego el local de la sastrería de Jesús, para finalizar con el bar de Les Viudes, que ya daba esquina a la calle de La Riega.
A partir de 1964. Si bien siempre se mantuvo constante en el tiempo, aunque sólo fuera en domingos y festivos, lo cierto es que mi relación con Nava cambió totalmente cuando en mayo de 1964, es decir, hace sesenta años, comencé a trabajar en la estación de los Ferrocarriles Económicos, porque esa circunstancia hizo posible un contacto con el diario acontecer de la villa, sus gentes, sus comercios y su pequeña historia, aunque fuera desde un sitio un tanto apartado físicamente como era la estación. Y recuerdo que durante algún tiempo la calle que hoy se denomina La Colegiata se llamaba Avenida del Generalísimo, lo cual tenía su nota de humor, a mi entender, pues a partir del campo de fútbol el trazado se desviaba ligeramente…hacia la izquierda.
Entonces, con la presencia diaria en la villa, y con la leal colaboración que me prestó mi amigo Obdulio Álvarez González, a la sazón Factor Autorizado de la estación naveta, pude pasar a conocer aspectos y puntos concretos de la realidad de la villa que, sin su ayuda, nunca hubiera conseguido. Así por ejemplo me hice socio de la biblioteca municipal, que estaba situada en una sala de la primera planta del edificio de las escuelas, y recuerdo que estaba a cargo de la misma José Manuel González Palacio, de Castañera, amigo desde entonces. (Y no fui socio del Club Europa porque el equipo no compitió en las temporadas 1964-65, 65-66, 66-67 y 67-68).
No puedo olvidarme tampoco del baile del Retiro, que entonces se celebraba en la casa situada a la derecha de la calle, en cuyo local también comí alguna boda. El baile, con el talento comercial de Luis Hevia, el marido de Carmina Argüelles, y el trabajo en equipo de ambos, contaba también con una terraza, situada en el local de al lado, sobre el bajo que fue la fontanería de Francisco Fernández Arenas, espacio que se utilizaba cuando el tiempo lo permitía, y que contaba incluso con un pequeño escenario para los músicos, cuyos muros de prefabricado, por cierto, todavía se conservan.
Podría seguir contando cosas de entonces, del baile y, sobre todo, del campo de Grandiella, en el que pasé muchas horas de mi vida, pero no quiero cansar más al respetado lector, de modo que pongo punto final por hoy, prometiendo, si ello es posible, continuar con el asunto en una próxima ocasión, pues a lo dicho puedo añadir la circunstancia de que, como es sabido, soy vecino de este querido barrio de La Colegiata y Villabona desde hace casi cincuenta años.
Termino felicitando a los que componen la comisión de la fiesta, por su trabajo y dedicación, y deseando que todo lo programado salga tan bien, o mejor si cabe, de lo que ellos tienen previsto.
FUENTE: L.R.E.