DE POSTULANTES MARCHITOS Y UNIVERSIDADES MUERTAS (I)
Ene 02 2015

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO. CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)

PedrariasDavila

Siempre he sido, a pesar de lo que piense mi santa esposa, un tipo con suerte. En el transcurso del maravilloso proyecto de investigación del CIGCE «Señoríos medievales de Segovia», financiado por la extinta y añorada Obra Social de Caja Segovia, y resucitado por la Diputación de Segovia, pude regocijarme en el análisis y comprensión de un maravilloso legajo repleto de diplomas sobre la creación, constitución y financiación de un Estudio en tiempos del afamado Obispo segoviano, Juan Arias Dávila.

Concedido el presupuesto inicial por Enrique IV y confirmado por los Reyes Católicos y, posteriormente, por la Reina Doña Juana, su hija, el citado Estudio venía a constituir el germen de lo que debió haber sido una universidad segoviana, sueño de tantos segovianos, desde el propio Juan Arias hasta el maravilloso Pepe Rodao de mi querido amigo Carlos Álvaro. Ubicado en los edificios próximos a la vieja catedral de Santa María, el estudio ocupaba parte de las estancias personales de Juan Arias Dávila y construcciones anejas de la iglesia.

Con el objetivo de formar apropiadamente al clero segoviano (había quedado claro que el clero no aclaraba su talla intelectual y así lo plasmaba el propio obispo en el Sínodo de Turégano que se llevó a cabo en Aguilafuente y Juan Párix imprimió en el famoso Sinodal), el estudio acabó por abrirse a todos los segovianos, eso sí, que pudieran costearse los gastos implícitos y explícitos del propio cursar.

Durante casi ochenta años, Segovia gozó de la suerte de ser sede cuasi-universitaria: la canonjía se llenó de postulantes, las arcas de la iglesia engordaron, la biblioteca del clero segoviano superó los quinientos incunables y el que suscribe, gracias a todos ellos, escribió un artículo estupendo que verá la luz en la prestigiosa revista del Departamento de Historia Medieval de la Universidad de Valladolid el próximo año.

Desgraciadamente, el Obispo renacentista murió a finales del siglo XV y, con él, su estudio languideció como las ideas que quedan a medias, hasta que, a mediados del XVI, los jesuitas establecieron con privilegio su escuela en Segovia, en la actual plaza de Adolfo Suárez a la que todos llamaremos por siempre jamás del Seminario (¿Cuándo aprenderán los políticos que los nombres de las calles los pone el pueblo?) y el estudio de Juan Arias desapareció definitivamente.

Con ese resquemor de pérdida paseaba el otro día, camino del Archivo de la Catedral, pasando por el Diocesano, perdida mi mente en pasados perdidos y olvidados, que soy muy dado a eso. Y mientras divagaba con los legajos y diplomas medievales, con Estudios perdidos y Universidades muertas, vinieron a mi mente los muchos artículos que he leído estos últimos días acerca de la actual universidad española; sobre sus problemas y deficiencias; sobre la valoración de la misma; sobre sus castas, privilegiados, capacidad científica, docente, divulgadora. Sobre su hastío fruto de la ingobernabilidad y sobre lo ingobernable de sus hastiados miembros.

De las críticas de Félix de Azúa a la desesperación de Miguel Ángel Aguilar, todos comprendemos nuestra universidad y la padecemos. Y, como ante el resto de horizontes patrios ante los que nos arrodillamos desesperados y despotricamos rabiosos, nada hacemos en verdad y dejamos que la vergüenza de nuestra falta de competitividad, efectividad y gestión nos haga cerrar los ojos y pasar a otro plano indignante. Nuestras magníficas universidades, descapitalizadas de dinero, de talento, por continuas y constantes reformas desde el siglo XIX, ha ido transmutándose en gigante opaco e impenetrable; de clonaciones permanentes con facultades multiplicadas por el insano vicio del café para todos; de departamentos ilógicos pobladísimos y puertas cerradas con millares de candidatos marchitándose a la vez que se jubilan las plantillas sin renovación posible; de alumnos exasperados por la multiplicidad de metodologías, muchas veces injustificadas y contrapuestas en asignaturas complementarias; de profesores desesperados por la imposibilidad de progreso y promoción, sometidos a la esclavitud de la acreditación, mientras los docentes de enseñanzas secundarias viven «desacreditados» con programas cada vez más cortos y vacíos, más preocupado el sistema por la felicidad del alumno durante aquellos años que por la carencia de conocimientos, fábrica de ignorantes pendencieros, amantes de lo liviano y enemigos tumultuarios de la cultura del esfuerzo.

¿Dónde quedaron los profesores-investigadores-docentes que volcaban sus investigaciones en sus adláteres ávidos de conocimiento? ¿Adónde fueron los profesionales expertos que aportaban al proceso de formación teórica su experiencia práctica? Cerrada la puerta a la renovación, envejecido el profesorado hasta el agotamiento senil, convertido el profesor asociado en un contrato basura donde basta un contrato de tres al cuarto y sin relación con la docencia para acceder al puesto aunque el postulante no tenga la menor idea de lo que habrá de impartir, nada queda de aquel proyecto de universidad planteado a finales del XIX por la Institución Libre de Enseñanza y nunca alcanzado.

Hoy, convertidos los campus en comunidades separadas de enseñandos y enseñantes disociados y en permanente conflicto, no puedo sino pensar en aquellos estudios de gramática y generales del Medievo. Esas magníficas comunidades docentes alcanzaban el concepto de «Universidad» cuando se conformaba aquel todo de conocimiento y docencia con estatuto de agremiado. No era de extrañar que el Rector hubiera de ser un alumno y el claustro de profesores secundara la línea de gestión general. Hasta tal punto llegaba la comunión entre ambas comunidades que, ante la pérdida de derechos, no dudaban en mudarse a otra ciudad.

Así ocurrió en Coimbra dando lugar a la Universidad de Lisboa y en Lérida, creándose la de Barcelona. Cuando los profesores eran cuestionados por cobrar emolumentos por sus docencia (se pensaba que el conocimiento era un don divino y no se podía comerciar con ello), los propios alumnos buscaban alternativas imaginativas para que sus maestros pudieran lograr un peculio que les permitiera sobrevivir. La verdad, no me imagino a los alumnos de hoy luchar por los honorarios de los profesores, ni a éstos, proponiendo llevarse la universidad a otro lugar por el aumento de tasas a sus enseñandos.

Ahora bien, ¿quién legislará esto de una vez por todas? ¿Realmente podemos cambiar esta tendencia? En los años que llevo en la docencia universitaria he asistido a multitud de reformas, todas estructurales, parciales, totales, siempre de contenidos y nunca de continentes. La sinrazón del desgobierno en lo referente a la cosa educativa ha sido la tónica en los últimos ciento cincuenta años.

 

EL ADELANTADO DE SEGOVIA. 2-1-2015

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