POR JOSÉ MANUEL JEREZ LINDE, CRONISTA OFICIAL DE LA E.L.M. DE GUADAJIRA (BADAJOZ).
Era este el segundo intento por localizar el poblado de Fernando V en la amplitud de las Vegas Altas. Siguiendo las explicaciones de algunos vecinos de Palazuelo (Badajoz), continuamos viaje por pistas y carreteras de una estrechez vertiginosa. Se extienden a ambos lados las parcelas encharcadas para el cultivo del arroz, y a nuestro paso una multitud de grullas desconfiadas elevan el cuello. Los tibios rayos de sol de esta jornada de Enero parecen querer dilatar la tarde bajo un azul intenso.
Finalmente, en la margen izquierda de la pista, se recorta la silueta de una torre junto a un reducido grupo de casas. Allí, por fin, se encontraba el poblado de Fernando V, pese a no existir ni una sola señal o indicador con el nombre del lugar. A nuestra llegada solo pudimos encontrar a un joven apostado sobre su coche que parecía esperar a alguien. Preguntamos y nos respondió afirmativamente, sin llegar a precisar el número de habitantes residentes. Tampoco llegamos a ver a ninguno de sus vecinos con lo cual aumentaba la sensación de despoblación.
Una gran explanada junto a la capilla, presidida por una fuente de granito, esbozaba la idea de que nos encontrábamos en la Plaza de España, una plaza inconclusa en la que no existía pavimentación y los árboles junto con las malas hierbas cubrían el terreno en toda su extensión. Anexo a esta capilla se erige una torre jalonada por una cruz que en realidad cumple la función de depósito de agua y que se asemeja a una torre-campanario. Rodeamos el edificio hasta descubrir su portada tapiada, las vidrieras laterales destrozadas a pedradas y los muros cubiertos por algún tipo de enredadera trepadora.
Dábamos por hecho que el interior habría sido vandalizado como efectivamente pudimos comprobar más adelante. En la parte trasera, y bajo una pequeña espadaña, comprobamos la existencia de una ventana cuya reja había sido cortada y forzada. Accedimos al interior por el angosto hueco para encontrarnos con la nave completamente destrozada. Las palomas revoloteaban en la zona del coro mientras sorteábamos botellas rotas, pasto, leños quemados a nuestro paso. Parte de las baldosas del suelo habían sido arrancadas, las paredes ennegrecidas por efecto de algunas hogueras y los grafitis presentes en prácticamente todo el interior.
Triste imagen la del altar que milagrosamente conserva la mesa de granito, de las lámparas de hierro quedan únicamente las cadenas. Tan solo dos fragmentos de vidrio azul y violeta daban cuenta del colorido de las vidrieras laterales. La visión no podía ser más desoladora ¿qué habría sido del resto de mobiliario e imágenes? La pared del altar presentaba dos oquedades huella inequívoca de repisas graníticas como soporte a dos tallas. Una tercera repisa, situada en el centro y milagrosamente conservada “in situ”, acogería sin duda el sagrario.
Había desaparecido el más mínimo atisbo sobre la advocación de este templo ¿se llegaría a oficiar alguna ceremonia?, preguntas de difícil respuesta ante una población aparentemente inexistente. Nos marchamos con esa incomoda sensación de desolación, de esta pedanía dependiente de Alcollarín, de la que únicamente se conservan los proyectos de construcción del poblado en 1965, obra que debemos a los arquitectos Miguel Herrero Urgel y José Alejandro Mancera Martínez.