POR MANUEL GARCÍA CIENFUEGOS, CRONISTA OFICIAL DE MONTIJO Y LOBÓN (BADAJOZ)
El Descendimiento se pintó para la capilla de Nuestra Señora Extramuros de Lovaina, que fue fundada en el siglo XIV por el gremio de ballesteros, vendida en 1798 y demolida poco después. La ocupación de los fundadores queda indicada por las dos pequeñas ballestas que cuelgan en la tracería de las dos esquinas mayores de la tabla. La copia más antigua que puede fecharse, el Tríptico Edelheere de 1443 (Lovaina, iglesia de San Pedro), demuestra que ya estaba terminado en ese año. Comprado a la capilla lovaniense por María de Hungría, en 1549 colgaba en la capilla de su palacio en Binche. Antes de 1564 su sobrino Felipe II lo tenía en la capilla del Pardo, uno de sus palacios madrileños. Llevado al Escorial en 1566, permaneció allí hasta su traslado al Museo del Prado en 1939.
El Descendimiento responde a la forma habitual en Brabante para el elemento central de los grandes retablos con varias alas. Es probable que el remate superior tuviera sus propias alas pequeñas y que el resto estuviera protegido por dos cierres rectangulares, posiblemente sin imágenes. En 1566, Felipe II encargó nuevas tablas para estos cierres, que fueron pintadas por Navarrete el Mudo y que luego, al igual que los originales, desaparecieron sin dejar rastro.
Todavía con la corona de espinas, Cristo muestra un cuerpo bello pero no atlético, y no se aprecian en él las huellas de la flagelación: como en otros casos, la fidelidad anatómica se sacrifica a la elegancia de las formas. Más raro es que no tenga propiamente barba, pues la incipiente y cerrada que vemos debe entenderse como crecida durante los días de tormento. Tiene los ojos en blanco, y muy levemente abierto el derecho, justo para que se vea el globo como una diminuta mancha clara. De la herida que tiene en el costado mana sangre, que se está coagulando, y también agua como se dice en Juan, 19, 34.
El paño de pureza -que es uno de los velos de la Virgen- es tan transparente que se ve con claridad la sangre que fluye por debajo y que sin embargo no llega a mancharlo. Bajan el cuerpo de la cruz tres hombres. El de más edad es probablemente Nicodemo, fariseo y jefe judío (Juan, 3, 1-21; 7, 50). El más joven, que parece un criado, tiene los dos clavos -sanguinolentos y de espeluznante longitud- que han quitado de las manos de Cristo y ha logrado que la sangre no manche sus ropas: un pañuelo blanco, unas medias también blancas y una casaca de damasco azul claro. La figura que viste de dorado es probablemente José de Arimatea, el hombre rico que consiguió que le entregasen el cuerpo de Cristo y lo enterró en un sepulcro nuevo que reservaba para sí (Mateo, 27, 57-60). Su fisonomía es muy parecida a la del Retrato de un hombre robusto (Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza, inv. 74). La mujer que, a la derecha del todo, entrecruza las manos es la Magdalena. El hombre barbado y vestido de verde que está detrás de José de Arimatea es probablemente otro criado. El tarro que sostiene puede ser el atributo de la Magdalena, con lo que contendría el perfume de nardo, auténtico y costoso con que ella ungió los pies de Jesús (Juan, 12, 3). A la izquierda, la Virgen se ha desvanecido y ha caído al suelo en una postura que repite la del cuerpo muerto de Cristo. Sufriendo con él, está viviendo su Compassio. Tiene los ojos en blanco, entrecerrados. Las lágrimas resbalan por su rostro, y junto a la barbilla una de ellas está a punto de gotear. La sujeta san Juan Evangelista, ayudado por una mujer vestida de verde que es probablemente María Salomé, hermanastra de la Virgen y madre de Juan. Y la mujer que está situada detrás del santo puede ser María Cleofás, la otra hermanastra de la Virgen.
El espacio contenido en la caja dorada no tiene nada que ver con el espacio que ocupan las figuras. En el remate superior, la cruz está inmediatamente detrás de la tracería, pero cuando descendemos vemos que delante de la cruz hay espacio para Nicodemo, Cristo y la Virgen. Sabedor de que esas incongruencias espaciales no podían ser demasiado evidentes, Van der Weyden ocultó las principales intersecciones. Alargó así de manera extraordinaria la pierna izquierda de la Virgen, de manera que el pie y el manto escondieran la base de la cruz y uno de los largueros de la escalera. La postura del hombre de verde está forzada para que su pie derecho y el ribete de piel de su vestido oculten en parte el otro larguero.
Aunque estos subterfugios no son apreciables de manera inmediata, las perspectivas falsas producen una sensación de incomodidad en el espectador, que no puede dejar de advertirlas. Dentro de este escenario, las figuras trazan una estructura lineal perfectamente equilibrada. La cruz se halla en el centro exacto de la tabla. La postura de Cristo se duplica en la de la Virgen, y son también similares las de María Salomé y José de Arimatea, que establecen entre ellas una sintonía visual. San Juan y la Magdalena funcionan en cambio como paréntesis que abrazan al grupo central. Con los pies cruzados, la Magdalena tiene que apoyarse en el lateral de la caja dorada para mantenerse en pie. Pese a ello se está deslizando hacia el suelo, donde compondría una imagen poco decorosa. Ninguna de las figuras está firmemente apoyada sobre sus pies; en su mayoría están a punto de derrumbarse. Se produce así en el espectador una impresión de inmutable estabilidad que se contradice de inmediato.
La cabeza de Cristo está situada en un eje horizontal que ya resulta poco natural, pero además la perspectiva de la nariz está forzada para subrayar aún más esa horizontalidad. Como todo el cuadro recibe una fuerte luz desde la derecha, el artista puede iluminar el rostro de Cristo desde abajo, de manera que las partes que normalmente estarían en sombra sean muy luminosas. Otro elemento que contribuye, aunque de manera distinta, a la extrañeza que produce la imagen es la incipiente e inesperada barba. Y las espinas que se clavan en la frente y la oreja transmiten dolor. Pero es el expresivo empleo de la estructura, la luz y la irracionalidad lo que más subraya el horror de la escena.
Es probable que Van der Weyden empezara por realizar un boceto detallado para que fuera aprobado por sus clientes. Después lo copió a mano alzada con largas pinceladas ricas en aglutinante, para obtener el audaz dibujo subyacente que muestra la reflectografía infrarroja. Pero al pintar no siempre siguió ese dibujo subyacente: colocó más bajas las cabezas de María Salomé, José de Arimatea y el hombre barbado de verde, y modificó también algunas manos y pies, los travesaños de la escalera y muchas zonas de los paños. Esos cambios de opinión son siempre interesantes, y el dibujo subyacente, realizado con viveza y audacia, revela una creatividad espontánea que puede sorprender a muchos de los que lo ven. Así, el microscopio o los detalles fotográficos sumamente ampliados son el mejor camino para apreciar la seguridad y rapidez de su técnica y la confianza de su pincelada (Texto extractado de Campbell, L. en: Rogier van der Weyden, Museo Nacional del Prado, 2015, pp. 74-81). HACIA 1436. MUSEO DEL PRADO. Óleo sobre tabla, 204,5 x 261,5 cm. Sala 024