POR JOSÉ SALVADOR MURGUI, CRONISTA OFICIAL DE CASINOS (VALENCIA)
Es domingo por la tarde, sumido en el ruido de los petardos de la falla, la música ambiental, el día de la dona, la digestión de la comida y todos esos mensajes que nos llegan, por prensa, redes, noticiarios y demás elementos de actualidad que nos ponen al día en cada segundo del día.
La paz queda quebrada mientras la música de fondo es el mundo banal. Una llamada telefónica te alerta del dolor de una familia, te están llegando mensajes que no aciertas a descifrar, es una mezcla de dolor taladrado por un shock emocional. Una persona joven a la que conoces, te llama deshecha de dolor, porque necesita un trasplante urgente para una niña, que creo tiene menos de tres años. No hay explicación, no hay consuelo, solo hay una voz de alarma que está gritando con angustia.
El primer pensamiento, es que si está ingresada en un Hospital, hay una garantía de atención, y siempre existe esa esperanza de que todo vaya a salir bien. Es el pensamiento positivo, la credibilidad en nuestra medicina y en nuestros galenos. Lanzas la alerta entre conocidos, por aquello de la «protección de datos» no das explicaciones de quien ni donde es una persona menor de edad, está en peligro, están pidiendo un trasplante. Pero tu mente te tranquiliza que está en buenas manos y en buen hospital, efectivamente así es.
Pasan las horas, llega el nuevo día, tu mente sigue pensando en esa angustia, recibes llamadas de quien tu avisaste para obtener ayuda, pero desde fuera nadie acierta a dar una solución, que solo viene avalada por la buena voluntad, mejores palabras y el deseo de que se solucione cuanto antes.
Llega la noche y momentos antes de escribir estas líneas, por un mensaje de voz, me comenta quien a mí acudió para decirme lo que estaba pasando, que esta tarde se fue al Hospital a ver a la familia de la niña. El mensaje no podía ser más impactante, más sobrecogedor, más escalofriante jamás vio una lágrimas tan amargas envueltas en la soledad y la desesperación que las de aquella madre que tiene a su hija en la unidad de cuidados intensivos muy bien atendida.
En otra cama, cerca de la niña, encuentran a otro niño, de otra familia conocida, y que no sabían que estaban sufriendo el mismo calvario, esperando otro órgano en medio de la enfermedad, entre tanto dolor, la primera noticia fraternal es que hay dos familias juntas, unidas por la esperanza, esperando esa generosa donación. No están solas. Lo demás es concienciarnos, muchas veces lo he dicho, que allá, no nos llevamos nada, nada. Solo nos acompañan las buenas obras que aquí dejamos.
Estamos colapsados por el bombardeo de noticias, casi ninguna buena. Nuestra vida, la de todos, en muchos momentos pende de un hilo, pero cuando entramos en el camino de la salud, nuestra vida solo es un soplo en sus manos. ¡Un trasplante!, que palabra tan mágica y tan extraña. Tan necesaria y tan lejana. ¡Tan justa y tan injusta! Justa porque quien lo necesita, seguramente le va a salvar la vida, tan injusta porque no sabemos, no podemos, no queremos y no somos conscientes de desprendernos de aquello que una vez muertos no necesitamos para nada.
Perdonen mis radicales palabras, perdonen mi atrevimiento atrevido, pero cuando realmente la amargura de una madre resignada, las lágrimas doloridas ante la crueldad del momento, te tocan el corazón, y llegan a rasgarte el alma, solo puedes escribir estas letras, para que con toda humildad, aquella persona que las lea, tome conciencia de la importancia que tiene donar los órganos, para poder salvar vidas. Solo es eso, salvar vidas.
Que la esperanza sea el camino que guie y conduzca la serenidad de estas dos familias, y de las que sufren con angustia esperando y superando esta vital necesidad. Y gracias a aquellas personas que puedan hacer algo.