DESDE EL BALCÓN DE MAGACELA
Jul 13 2023

POR ANTONIO BARRANTES LOZANO, CRONISTA OFICIAL DE VILLANUEVA DE LA SERENA (BADAJOZ)

Desde la  atalaya que nos brinda el balcón de Magacela vemos como desde los pies de la sierra, en abanico, de este a oeste, se extiende una extensa penillanura, rota por el sinople que en la distancia marca el curso del Río Guadiana dividiendo el espacio que se pierde en el horizonte.  Tierras de calma, de los barros dicen los de aquí, generosa con quien la trabaja. Escasa de sombra, sólo algunas manchas verde oliva salpican el paisaje y aquí y allá se levantan casitas blancas, son casas de recreo que tanto proliferan ahora.

Poco o nada rompe la plenitud de la llanura, a lo lejos el promontorio, por pocos, conocido como la “Bóveda”, por otros como “Serrezuela” y por muchos como “Sierra de Tamborrios” al estar cortejada por uno y otro lado  por  los ríos  Zújar y   Guadiana,  hasta encontrarse en los predios de Villanueva. A la izquierda el collado de Medellín, repleto de historia, con su castillo, y a la derecha, azuladas por la distancia las sierras de Pela y Lares, y en un espigón se difumina el Castillo de la Puebla; guardando nuestra espalda, la fortaleza, lo que queda de lo que  fue bastión defensivo árabe y, más tarde, residencia prioral alcantarina, hasta que alejado el peligro esta “rara avis”, mitad monje, mitad soldado, junto a priores  y capellanes decidió acomodarse en las llanuras de la próspera Villanueva, caballeros que marcaron jurisdicción en la amplia campiña de la Serena hasta finales del siglo XIX. Mucha historia y muchas   ”historias” flotan en torno a estos castillos medievales. Dicen que cuando la historia se adorna con la leyenda lo que perdura es la leyenda, y es por ello que estas tierras están llenas de historias, de encantos  y de leyendas. 

Hoy lo contemplamos con  la luz de una mañana de junio, y aunque es pronto, el aire ya reverbera haciendo como si temblara el horizonte. En junio, cuando los días “vienen serios” hasta las cigarras buscan cobijo aplazando el chirriar de sus alas para la siesta.

Durante siglos estas tierras fueron paso de ganado por la pujanza de la trashumancia con ganados y gente que venían del norte; cañadas y cordeles la surcaban, hoy, de aquello, es sólo recuerdos en los anuarios de los estudiosos. Ahora la panorámica se muestra compuesta de multitud de heredades que por su extensión delatan a pequeños propietarios, medieros y arrendatarios que son los que medran por estos pagos.

Uno busca en su nostalgia aquel camino de herradura tantas veces transitado por los hortelanos de Magacela, que diariamente andando con su mulo de cabestro, se acercaban al mercado de Villanueva donde tenían clientela y  puesto fijo. La herradura solo es testimonial y los caminos se han adaptados a las nuevas exigencias del vehículo de motor. Desde la altura  la visión del conjunto  evoca a  un damero  improvisado con paños de rubio trigueño salpicado de  pecas rojas de las clandestinas amapolas  alternando con el pardo de los barbechos,  técnica ancestral que da fuerza a la tierra para futuras campañas.

Hace tiempo, pero no el suficiente para que se haya borrado del recuerdo de los que lo vivieron, en esta época arribaban  por estas tierras los segadores, gente errante, unos venían en tren, en los vagones de mercancías, por la maña que sólo enseña la necesidad, desde los que saltaban cuando el convoy aminoraba su marcha al aproximarse a la estación de Villanueva. Otros, los más próximos, venían en burros, en rehala, con una soga atada al pescuezo como arnés y todos con lo puesto por hato y la armadura como pertenencia.

 Como espectro de caballero andante el segador es un trashumante de pan y de fatiga. Fibroso y enjuto acude a estas tierras como grotesco quijote en busca de un vellocino que llevarse. Se agrupan, cualquiera de ellos puede ser el  ”Zito”, el “Moraña”, el “Amadeo”, el “Conejo” o el “Quinto”, inmortalizados por Ignacio Aldecoa; unos llegan con trabajo hablado, los nuevos se asesoran para quedar al anochecer en las “Pasaeras”. El jornal, a como ande, no hay que preocuparse, en estos días hay trabajo para todos y los hombres de las “Pasaderas” son gente de palabra y lo que allí se hace o deshace, con un choque de mano, hecho o desecho queda. No hay más que hablar, al alba en el corte para dejarlo a la puesta.  Son los últimos gladiadores de la tierra, del sol y del infortunio.

Con más cobijo que un amplio sombrero de paja, la camisa anudada y hoz en mano, el  segador se apresta a su tarea. Con  solemnidad se calza el antepecho y  se ajusta el mancil en el brazo derecho, para evitar que las barbas de las espigas le acaben desollando  y en el izquierdo la muñequera, el dedil y la manija, todo un compendio de cuero que protege la integridad de estos guerreros, que tajo a tajo, brazada a brazada, van conquistando la tierra. La plata de la hoz relumbra en cada acometida; el segador alarga el brazo y acuna el cereal vencido, que primoroso va dejando agavillado a su paso, en carrefila, mientras la besana se va aclarando. 

Hombres aplicados en su tarea, sólo levantan la cabeza  tomar aire y otear el horizonte y  cuando el sol pega en lo alto, con la justicia del medio día, la cuadrilla comparte hortera y alguien se presta a hacer el gazpacho: abundante agua con la frescura del tiempo, pan duro, aceite, sal y vinagre. No buscan la sombra para descansar, los campos de cereales no tienen sombra  a no ser la que le ofrece  una gavilla donde posar la cabeza. Los sábados son día de cobro y con el cobro agradecen unos garbanzos  con tocino y  morcilla que saben a gloria. Comida caliente para unos cuerpos extenuados y en pie por el milagro de la supervivencia.

Pero, ya no hay segadores, ¿Dónde están?  Diluidos en el fantasma industrial que supone el progreso,  han seguido otros derroteros.

 Me saca de esta nebulosa del tiempo que me envuelve  y transporta a otros presentes, el continuo laboreo de una cosechadora que se adivina no muy lejos.  Un armatoste de amplias fauces, camina envuelto en polvo amarillo, que  insaciable engulle y devora y se  abre camino en los trigales. Es la prosaica metáfora que acabó con la fatigosa, pero hermosa liturgia de la siega.

FUENTE: A.B.L.

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