POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
Os voy a contar una historia, sacada de la vida misma, en la que solo soy un actor insignificante. Ocurrió en Santomera (Murcia), el pueblo que me honró, al nombrarme “Hijo Adoptivo”, tras ejercer, como médico, durante 21 años. Por tal motivo omito, deliberadamente, los nombres de las personas que fueron “actores principales” de la historia.
Hace unos meses, con motivo de una visita a una anciana enferma, me aborda una señora de unos 40 años, sobrina de la paciente, y me dice: D. Joaquín ¿Cree usted que mi tía está muy grave? ¿Existe peligro de que fallezca? Sus preguntas anhelaban una respuesta inmediata y, me limité, solamente, a escucharla, para después, en el umbral de la casa, proseguir la conversación.
Había reconocido a esta anciana, octogenaria, que, a pesar de estar postrada, con grave riesgo para su vida, infundía ánimos a quienes les visitábamos. Daba alegría dialogar con ella. Rezumaba paz por todos los poros de su cuerpo. En ningún momento temió por su muerte, aunque le acechaba de forma implacable.
Al salir de la habitación, me abordó la sobrina y me dijo: ¿Por qué no le decimos a mi tía que debe ponerse en paz con Dios? Me quedé mirándola sonriente, y le contesté: Escucha, “tu tía es una criatura excepcional, con una paz inmensa y, que está tan cerca de Dios, que me atrevería a decir que está con Él”.
Me mira un poco seria y me insiste: Sí, pero debemos llamar al sacerdote para que le administre los Santos Sacramentos y “le arregle para la otra vida” Le respondí de inmediato: no creo que sea preciso, pero tampoco tengo ningún inconveniente. Ella no se va a impresionar. Puedes pasar a su habitación y se lo sugieres. Te espero afuera.
Como la puerta de la habitación estaba abierta, escucho la conversación, entre la paciente y su sobrina. Esta le dijo: Tía, supuesto que estás mayor, y muy delicada ¿Por qué no te pones en paz con Dios? De forma disimulada, pasé al interior y observé a la anciana mirando a su sobrina, y esbozando una leve sonrisa, como si con ella no fuera la conversación.
Al poco rato responde: “Me da lo mismo, hija; lo que tú quieras” Con la velocidad que le dan sus ágiles piernas, salió corriendo en busca del sacerdote. Yo quedé un poco cariacontecido, ya que intuía que se le había creado una situación incómoda, e innecesaria, a la enferma. Pasé al interior, para explicarle como evolucionaba su enfermedad, y charlé, un rato, con su anciano abuelo y su hija; “que no mediaron en la gestión de la sobrina”.
Tras una breve conversación con los tres, me dispongo a corregir la dieta y ajustar la medicación, según su evolución, cuando, de pronto, irrumpe acalorada, la sobrina. Venía corriendo, tras avisar al cura. Este, con un andar más pausado, llegó un par de minutos después. La sobrina quedó en el dormitorio, con la paciente, arreglando cosas y quitando enredos. No estaba bien que llegara el Sr. cura y no estuviera “limpio y en orden”.
En el comedor, contiguo al dormitorio de esta encantadora anciana, me encuentro con el sacerdote. El abuelo y la hija, marchan a la cocina, la sobrina continúa arreglando el dormitorio y, el cura y yo, dialogamos de forma distendida, durante unos minutos.
En ningún momento hablamos de la enferma ni de su gravedad. Estando en tal situación, oímos a la sobrina decir—mientras seguía arreglando la habitación: “Verás, tía, como te vas a poner en paz con Dios”. De pronto sale de la habitación y le indica al sacerdote que ya puede pasar. Mientras tanto yo me quedé sentado en el comedor, para marcharme con el cura, con el que tenía, a nivel personal, una gran amistad.
El cura saluda cariñosamente a la anciana, mientras la sobrina merodea nerviosa a su alrededor. “Tía, aquí está el Sr. cura que te va a confesar y te dará la Eucaristía, y así arreglas tu vida con Dios”.
El cura se limitaba a sonreír. Creo que se sentía incómodo. De pronto, esta anciana octogenaria, de cabello blanco plateado, peinada con un típico moño, levanta la vista y comienza a hablar con una serenidad pasmosa, que me dejó boquiabierto. Con tranquilidad y haciendo sus pausas para poder respirar, comenzó a darnos una gran lección.
Nena, le decía a su sobrina, ¿me has traído al cura para que me ponga en paz con Dios? Escucha hija: durante mi larga vida he pasado toda clase de calamidades. Me quedé sin padre a los diez años, y tenía cinco hermanos; todos menores que yo. No pude ir a la escuela y, por eso, apenas se leer y escribir. Me tuve que poner a servir, en una casa, cuidando niños y un anciano. “El salario consistía en la comida y alguna ropa que desechaban mis amos”.
Un día a la semana, me iba con mi madre a la huerta, a trabajar, cuando apenas sabía hacer nada. Me casé a los 20 años, sin ayuda económica de nadie y tuve que seguir trabajando, en las tareas de la huerta, ayudando a mi marido. Durante la guerra se me murieron dos hijos, uno por falta de medicamentos y el otro de hambre.
Mi marido enfermó, al terminar la contienda civil, de una enfermedad que le llamaban tuberculosis. No podía trabajar y murió con 29 años, de un “vómito de sangre”. Para sacar adelante a mis otros tres hijos, he tenido que seguir trabajando mientras me han quedado fuerzas.
El cura escuchaba atónito y la sobrina quedó en silencio. Yo seguía en el comedor, como testigo indirecto. No sabía si entrar al dormitorio o quedar allí reflexionando. Opté por quedarme ya que la abuela nos dio, a todos, una gran lección.
Tras una breve pausa, que le sirvió para recuperarse, la enferma prosiguió: Nena, quiero decirte que toda la vida he creído en Dios, aunque pocas veces he ido a la Iglesia. Siempre he confiado en Él y eso me ha hecho superar tremendas dificultades. Dios y yo, “siempre hemos ido de la mano”.
Ahora, cuando se acerca el final de mi vida, me traes al Sr. cura, para ponerme en paz con Dios. Agradezco su visita, ya que es una persona muy humana, pero después de tantos años de caminar sola y estar en continuo diálogo con Él, “para estar en paz con Dios, no necesito, a nadie, de intermediario”.