POR RICARDO GUERRA SANCHO, CRONISTA OFICIAL DE ARÉVALO (AVILA)
El titular de estas líneas viene a recordarme una experiencia que hace unos años viví junto a un escritor de novelas históricas, con el que surgió una gran complicidad. Pues bien, estos días pasados ha vuelto de nuevo a estas tierras José Luis Urrutia, a presentar otra de sus novelas, en ésta ocasión situada en los tiempos actuales, lo hizo en Ávila y en Arévalo, como ha reflejado la información de este Diario. Pero él siempre se caracterizó por las recreaciones históricas, muy cuidadas, con personajes reales o de ficción, pero siempre enclavados en hechos reales. Y así es como hace quince años este escritor bilbaíno arribó en Arévalo tras las huellas de San Ignacio de Loyola. Estaba escribiendo otra novela, después del éxito de la trilogía de El Ayalés. En esta ocasión pensó en una parte de la biografía de aquel vasco universal, la de sus años más desconocidos, los juveniles, que pasó principalmente en la corte arevalense, pues no en vano él llegó para “hacer burocracia”, una formación cortesana y caballeresca, nada menos que de la mano y bajo la tutela del Contador Mayor Juan Velázquez de Cuéllar, su mentor.
En su primer viaje a la castilla ignaciana, no coincidí con él, pero con las referencias que le dieron, pronto entramos en contacto. A mí el tema me resultó muy interesante y atractivo por lo enriquecedor que seguro iba a resultar.
Poco después, por motivos familiares, realicé un viaje a Bilbao y, cómo no, concertamos un encuentro, que resultó ser en un clásico café, de los de toda la vida y que identifican a las ciudades de referencia, a la entrada misma, tras pasar la ría, de la villa vieja de Bilbao. Fue un encuentro totalmente definidor, porque a primera vista aquel hombre dejaba intuir perfectamente que era un “hombre de letras y de aspecto muy de Bilbao”. El proyecto que tenía ente manos me gustó tanto que me puse a su disposición. Y así fue como me pidió opinión y asesoramiento para intentar recrear el Arévalo de la época de Íñigo.
Durante un tiempo yo recibía regularmente una relación de cuestiones por las que Urrutia me preguntaba, aspectos generalmente físicos, geográficos o urbanos de aquella villa de principios del siglo XVI y algunos otros detalles para rodear al joven guipuzcoano del ambiente que pudo vivir en aquella época. A eso lo llamamos metafóricamente “la cesta de la compra”, es decir, la llegada de las preguntas por su parte y mi envío de respuestas, comentarios y opiniones según mi leal saber y entender. Aquello también precisó en que me preocupara de mirar, consultar y buscar datos y cosas para asegurarme de su valía. A veces no podía responderle…
La presentación de aquella novela, en 2006, en nuestra Casa del Concejo, fue un éxito rotundo, también de público, el que hoy escasea, entre pitos y flautas, entre miedos y precauciones.
Respecto a ese trasiego de cosas, quiero manifestar que por entonces yo empezaba a abrir mis horizontes informáticos; creo que con él y con Íñigo, me inicié en los correos electrónicos… Ya ven lo deprisa que va todo, que
perece que toda nuestra vida hemos estado rodeados de estos sistemas. Pero, si un regalo bueno de juventud fue una máquina de escribir “portátil”, con la que escribí las primeras crónicas para este Diario, y la primera impresora era de “agujas” y sonaba como una pequeña locomotora... Total, la edad de piedra de estas herramientas informáticas que hoy nos son imprescindibles y comunes. Yo sigo en periodo de reciclaje. Que mayores somos… O mejor dicho, ¡como corre el tiempo!!!
Pues bien, en este reencuentro también he conocido a Idoia Mielgo, la poeta que me ha encandilado en esta disciplina de la poesía en la que yo, desgraciadamente, soy incapaz de unir varias palabras medidas, con sentido y con sonoridad.
Estos días pasados he sido anfitrión de estos amigos que nos han visitado y rodeado de narrativa, de poesía, de literatura en definitiva, hasta el punto de hacernos pasar unos momentos inolvidables. Y juntos hemos recorrido el Arévalo ignaciano de tantas evocaciones despierta. Ha sido como revivir aquellos hermosos momentos. La parada última de nuestro recorrido fue frente al castillo. Allí, bajo el sol que aliviaba el frío aliento del aire, hablamos, entre la admiración y el respeto, del tutor del joven Íñigo, Juan Velázquez de Cuéllar, ante su escultura “El valor de la lealtad”.
FUENTE: RICARDO GUERRA SANCHO