POR RICARDO GUERRA SANCHO, CRONISTA OFICIAL DE ARÉVALO (ÁVILA)
Hace unas semanas, comentando nuestras Ferias y Fiestas, y dentro de ellas la visita y presencia de la infanta doña Elena en una de nuestras tardes de toros, recordaba yo algunas infantas que vivieron entre nosotros en las casas reales arevalenses.
Fue esta visita la cara amable de una tarde de nuestra fiesta taurina que se tornó en trágica por la muerte del torero segoviano Víctor Barrios. Durante el festejo, el público arevalense y visitantes acogieron con muestras de cariño a esta infanta, tan señora ella y tan sencilla, asequible, taurina y popular, aplausos cerrados con el himno de fondo, los brindis de rigor y elocuentes de los toreros de la tarde, y una expectación por toda la plaza ante su presencia con calor humano y muestras de cariño, como la que escuché a una mujer arevalense: “Infanta, sea bienvenida, Arévalo la quiere…”.
Entonces prometí que en otra columna comentaría unos pensamientos sobre las infantas de Castilla y de España en esta antigua villa y hoy ciudad. Unas historias que me vinieron a la mente mientras de vez en cuando miraba yo a la infanta Elena, tan nuestra ‒si me permiten la expresión‒, desde que paseó las calles arevalenses saludando sencilla y cariñosamente a quienes se acercaban a ella. Aquella era una visita oficial de la Casa Real para inaugurar la edición de las Edades de Hombre, como siempre hace y tiene por costumbre, que uno de sus miembros siempre ha estado presente en la apertura del evento cultural. Y en esa ocasión fue ella, la infanta cercana, la que recorrió el trayecto entre las sedes de la exposición a pie y saludando a quienes se acercaban a ella.
Como luego firmó cariñosamente en el libro de honor y se despidió de forma multitudinaria y aclamada por todos. Una visita que repitió después de forma particular y discreta, pero que pronto alertó al público que de nuevo se encontró muy cerca de ella, como la ocasión de este Cronista al que saludó cortésmente.
Y recordaba yo algunos datos de la historia de esta “villa de Realengo” tan vinculada a los reyes de Castilla y de España, un lugar de sosiego para las estancias tranquilas, en medio de la Corte, pero tranquilas, para el retiro de reinas y la educación de infantes e infantas, en numerosas ocasiones.
Muy por encima de todos, destacaron los infantes Isabel y Alonso, los hijos del rey Juan II de Castilla, que en su tierna edad llegaron a esta villa donde se educaron. De estos momentos históricos hay numerosísimos y elocuentes testimonios. Luego está el infante Fernando, el nieto de Isabel, de formación castellana que al final fue Rey de Austria y Rey de Romanos, como cariñosamente le recuerdan en aquellas latitudes.
En el s. XVI encontramos otras dos infantas que estuvieron formándose aquí durante un año, María y Juana, las hijas del Emperador Carlos y hermanas del príncipe Felipe que, al morir su madre fueron enviadas con numerosos preceptores a estudiar en la tranquilidad de las casas reales de Arévalo.
Unos años antes, en 1524, Carlos ya había donado el palacio de los Trastámara a las monjas Cistercienses de La Lugareja, pero la Casa Real se había reservado unas estancias para los casos de visitas reales. Y así encontramos que durante 1539-40 la villa de Arévalo y su Concejo se desvivieron para esta estancia que recordaba los ajetreos del palacio unos años antes, y debió de ser la última estancia formal y no de paso de miembros de la familia real en esta Villa.
Y así encontramos unas importantes medidas sobre el abastecimiento de la Villa, de los agasajos del Concejo y de las facilidades. Parecía que recobraba su antiguo esplendor, pero fue una estancia ya reducida. Y una curiosidad, las pasteleras de las infantas, que abre establecimiento público en la Plaza del Arrabal, los maestros y preceptores, aquí residieron, como don Antonio de Cabezón, el eminente músico que de aquí el príncipe Felipe se lo llevó consigo a la corte, como un mecenas que fue. Algunos recuerdos de las infantas en Arévalo. Historias de mi ciudad…