POR RICARDO GUERRA SANCHO, CRONISTA OFICIAL DE ARÉVALO (ÁVILA)
Cuando comienzan los primeros fríos, que este año se resistían, nuestras calles se quedan tristes porque las gentes ya no van y vienen de acá para allá, paseando y haciendo mucha vida en la calle, como es característico de estos países del sur. Los primeros fríos nos obligan a retomar las costumbres del invierno, nuestro largo invierno, y nos recogemos antes y salimos solo lo necesario.
Y a veces no es tanto el frío, sino estos días de intensas lluvias, a veces monótonas, y algunos días es lluvia de «mojabobos» que en las últimas fechas han encharquinado hasta las tierras más livianas. ¡Cómo corría mi calle la otra noche! Parecía un río, recogedera como es de bastantes aguas lluviales que se precipitan por una de las pocas cuestas que tiene mi ciudad, la bajada hacia San Martín, la calle de San Ignacio de Loyola, que llega en su declive hasta alcanzar la zona más baja, el puente de Valladolid.
También las tierras de enfrente del mirador del Adaja rezumaban emborrachadas ya de tantas aguas. Esas tierras que están linderas con la Segovia de nuestra vista. Justo enfrente tengo a un pueblo que habiendo sido Tierra de Arévalo, y lo es para todo lo cotidiano, es hoy de Segovia. Pero como está ahí, tan a la vista, pues le tenemos en trato muy personal y cercano.
Ya los chopos, fresnos y vergueras de la ribera de nuestro Adaja, se han desvestido de sus hojas, apenas una especie de cresta queda en sus ramas nuevas, ya amarillas, ya pardas… solo vemos ya su maderamen abigarrado y pardo y grisáceo.
Ya se aprecian algunos hilos de humo que se eleva al cielo, ondulantes en su escalar desbaratados por alguna ráfaga de viento. Son los restos de aquellas antiguas chimeneas de hogares bajos, a veces de chimeneas de calefacción alimentadas por tarugos y cándalos, de encina o de nuestros pinares.
Pero cada vez menos. ¡Quién sabe si tendremos de nuevo que acudir a las cortas a por los restos de las cortas maderables… pues sí, o esos hilos de humo que huelen a gloria!!! Y me refiero a aquellos antiguos sistemas de calor del subsuelo, lo que ahora llaman «calor radiante». Sí, huele a humo, y por su olor característico aún podríamos detectar con qué tipo de leña se está atizando… porque no era lo mismo si la lumbre baja tenía paja en su hogar, yo lo recuerdo en aquella cocina rural y rústica que había en las casas de El Soto que yo viví, o la cama de hogar que ardía eran tamujas de nuestros pinares, olor a miera, como cuando enrojaban aquel pequeño y humilde horno de pan, horno colectivo y sumamente eficaz que nos daba aquellas enormes hogazas de un pan riquísimo que no se ponía duro así como así.
Estos días, tan cortitos ya, en las que nuestros labradores se han afanado en aprovechar la última luz y adelantar faenas, porque no hay tiempo que perder, ya nos avisaban de días de intensas lluvias y había que dejar sembrados los cereales de otoño. Por eso también olía a tierra y a basura donde abonaban, de nuevo a la antigua usanza, y que no es el mismo olor de los purines, el estiércol moderno que huele a rayos…
Sensaciones de un romántico que con la llegada del otoño, y entre cristales, recuerda cosas y escenas de la infancia, una infancia que estuvo a caballo entre mi casa de pequeña ciudad, la de una familia de artesanos de la carne.
Nuestra pequeña ciudad, la que entonces nos parecía más urbana que ahora, aunque lo fuera mucho menos… y los veranos campestres en el Soto, esa finca grande cercana a Arévalo, pero tan lejana en los usos y costumbres, algún día escribiré sobre ello, en casa de un primo de mi padre, al que yo siempre llamaba tío y con mucho cariño, el que siempre me llamó Ricardito «majete», y mi tía, que me cuidaba amorosamente con sus numerosos hijos, como a uno más… bueno, con más mimos si cabe.
La vida diaria rural vivida y recordada profundamente. Sensaciones y recuerdos que hoy, en otoño, han brotado. Sí amigo Julio, hoy va por ti que me has recordado cosas de nuestros pueblos, de nuestra niñez. Y también sensaciones de hoy, porque todavía ¡huele a pueblo! Fíjate lo que da de sí aquella columna del verano al otoño…