POR RICARDO GUERRA SANCHO, CRONISTA OFICIAL DE ARÉVALO (ÁVILA).
Experiencias del viaje por aquellas tierras pirenaicas de Huesca, que por el empuje de los acontecimientos he ido dejando, pero que no quiero olvidar, mis experiencias más gratificantes y por ello, quiero compartirlas con mis lectores, que a veces me dicen que soy un pindongo, que no paro…Pero no es del todo así, ya me gustaría a mí viajar y conocer más, pero cada vez tengo menos tiempo. ¡Qué paradoja!, jubilado y cada vez con menos tiempo y con menos energías. Y otras veces me dicen que cuente esas historias vividas por este Cronista, desde mi punto de vista…
Verán amigos lectores, resulta que Huesca, ciudad y provincia, eran el último reducto de nuestra España que no conocía, y me daba vergüenza, pero no se me había cuajado. Y sin embargo había dos fijaciones en mi mente, acuciándome obsesivamente cada vez que veía imágenes en libros o reportajes. Huesca capital, con su claustro románico de San Pedro el Viejo, entre otros valores, y la ciudad de Jaca con su entorno de la Jacetania y su románico lombardo. Ya conocen mis debilidades, el románico y el mudéjar.
Este año las circunstancias me alejaron de las Ferias y Fiestas y esos días de mucho calor, por todas partes, me fui hacia allá. Ya les he comentado mis etapas intermedias de Yuso y Suso, o Atapuerca…
El paso de La Rioja y Navarra fue entre grandes tormentas con mucha agua, que se disipó según me acercaba a Jaca por ese valle del río Aragón y su embalse de Yesa, llamativo y espectacular, de aguas azul turquesa bajo aquellos nubarrones del cielo. Por fin Jaca, mi destino y cuartel general. Una ciudad preciosa y muy agradable, con una catedral sorprendente y de un románico muy primitivo. Su pórtico característico y ese museo diocesano tan afamado por sus pinturas románicas, que visité más de una vez…
Esos pueblos perdidos por la Jacetania, con magníficos edificios algunos majestuosos como Siresa y otros pequeños y humildes, como Banaguás, pero todos bellísimos.
Y cómo no ese castillo tan cinematográfico de Loarre, ahí desafiante en aquellos riscos, una silueta reconocida y reconocible y su interior que, a pesar de tanta ruina, no decepciona en absoluto. O aquel monasterio de San Juan de la Peña y su maravilloso claustro incompleto y maravilloso bajo el abrigo rocoso. O Sos del Rey Católico con ese Palacio de Sada con tantos recuerdos del Rey Católico, y de Madrigal, y de Isabel… una visita tal largamente acariciada, como retardada, y esa magnífica iglesia de San Esteban, más románico de impresión.
Dividí las rutas en función a dos ejes, hacia el norte de Jaca, al paso fronterizo de Candanchú, su túnel interminable, una incursión al frescor de la ladera norte de los Pirineos franceses, ya que no bajábamos de los 38 grados. O desde Sabiñánigo, hacia el Portalet y Fornigal, con montañas peladas, y sus pistas ahora vacías, de nieve y de gentes.
Por unos momentos pensé: «bueno, vale ya de románico… vamos a las montañas…», y así fue como cambié de rumbo, que todo requiere un respiro.
Esta segunda vez la incursión francesa fue más larga y duradera, por aquellas enormes montañas y sus carreteras de alta montaña. Por aquellas fechas estaba indicada la ruta del Tour. El refresco de temperaturas por aquellas montañas, casi perdido entre ovejas y vacas, me inducía a no bajar… De pronto vi indicado Lurdes, y mi mente se fue a la visita que realicé hace años con mis padres. Y bajé a ver aquel lugar tan emblemático de las apariciones marianas, y siempre lleno de gentes. Lo recordaba tal cual, después de tantos años… allí también estuve tiempos después con mi coral, otro día también caluroso y cantamos en la cripta de la basílica.
La verdad que fue un respiro muy gratificante y nunca mejor dicho lo de respiro, porque al bajar había de nuevo 38º.
Mis días de la Jacetania estaban finalizando y aún me quedaba una meta, la ciudad. Seguía la ola de calor, pero paré hasta completar el periplo. Huesca me sorprendió, era diferente a como yo la había idealizado. Como su propia catedral, un gótico desafiante entre tanto románico. Y por fin, San Pedro el Viejo, una iglesia muy atractiva con recovecos que hablan de su pasado, arquitectura y pinturas, pero sobre todo aquel claustro románico encorsetado entre los edificios que le comprimen. Ni la más ambiciosa idea de lo que buscaba llegó a la realidad. Una reliquia románica imprescindible.
Esa noche, con el calor sofocante del Ebro y a pesar de él, dormí plácidamente, la meta estaba cumplida.