POR ANTONIO LUIS GALIANO, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
Es curioso que, una sola vocal en nuestro rico idioma castellano sea capaz de facilitarnos dos sustantivos totalmente diferentes. Eso, nos ocurre con la ‘e’ que introducida entre la consonante ‘d’ y la vocal ‘u’, da lugar a que duda, se transforme en deuda. Sabemos que duda viene a significar esa falta de decisión ante dos situaciones, entre las que debemos elegir, y nos viene a la memoria como título de una película de hace pocos años interpretada por Meryl Streep, en la que en su inicio, el padre Flynn, predicando en una iglesia católica del Bronx, planteaba a los fieles la naturaleza de la duda traducida a cómo la fe, puede llegar a ser una fuerza que unifique.
Muy diferente de aquel otro sustantivo, que no plantea ninguna duda, muy al contrario, pues conlleva la certeza de que debemos algo a alguien, e incluso, podemos reconocerla o perdonarla, tal como nos dice Amado Nervo, en su poema ‘En paz’, en el que en uno de sus últimos versos nos dice: «¡Vida, nada me debes!».
En este caso, si se nos condona, queda al margen la obligación que teníamos de pagarla, pues generalmente, se sobreentiende que cuando nos referimos a ella estamos dentro del campo crematístico. Por otro lado, podríamos hablar de otras deudas de tipo moral o espiritual, haciéndonos eco del versículo de San Mateo, que forma parte de la oración y en el que se invoca al perdón de las deudas, dando a cambio nuestro clemencia a los que nos deben. Prefiero quedarme con estas deudas, dentro de lo espiritual, que se perdonan con más generosidad que con las otras que proliferan y que agobian a nivel particular, tales como el fisco o colectivamente a través de la deuda pública del Estado, acompañada de índice y otras historias.
Sin embargo, la honradez en el carácter y en el comportamiento, se demuestra entre otras cosas por el reconocimiento de esas deudas, incluso después de muerto. Nos viene al caso la actitud de un oriolano fallecido en 1762, que era alarife o maestro de obras, llamado Francisco Guerrero, el cual en su testamento dejaba reconocida la deuda que tenía con algunas personas, tales como con su hermano Manuel, 70 libras; al abogado Vicente Lozano, 2 libras; a Manuel Díaz, tendero por género que había adquirido en su tienda, 1 libra; a Francisco Guillot, comerciante, por el mismo concepto, 1 libra 8 sueldos. Incluso, reconocía que su mujer Antonia García, debía al difunto Manuel Crespo, panadero, 2 libras. Por otro lado, su albacea se encargó también de dejar con buen nombre al citado alarife, al reconocer la deuda que éste había contraído con los profesionales que le asistieron en sus últimos momentos, como el médico Thomás Guillén y los cirujanos, Carlos Gil y Joseph Montesinos. Así como, lo que le dejó a deber al boticario Joseph Ruiz por aquellas medicinas que le había suministrado.
Para poder hacer frente a todos estos pagos, se confeccionó un inventario valorado, en el que intervinieron como peritos maestros de distintos oficios, como el alarife Joseph Sánchez, el carpintero Francisco Martí, el herrero y cerrajero Antonio Gironés y el sastre Joseph Carretero. Los cuales personados en la casa donde había habitado el difunto, y «según su leal saber y entender», efectuaron toda la tasación. Para ello, estuvieron presentes, además de los peritos, la viuda y el albacea, que actuó también como curador de Pedro Guerrero, «pupilo, hijo y heredero» del alarife y de su primera esposa, Juana Andrés.
Estos últimos juraron que todos los bienes inventariados estaban en la casa cuando falleció el citado alarife, y que allí se encontraban en esos momentos.
La valoración del inventario de los bienes ascendió a un total de 231 libras 12 sueldos, siendo la partida más importante la correspondiente a la casa donde vivía que fue tasada en 214 libras 2 sueldos. Dicha casa estaba situada en la parroquia del Salvador, «en la calleja o traviesa que promedia entre las calles vulgarmente nombradas de Arriba y Colegio», y tenía por lindes: a levante las casas de los herederos de mosén Juan Cambronero, de poniente la calle, con puerta a mediodía con la casa que fue del escribano Pedro Abertos y en esas fechas del médico Joseph Ximénez, y a tramontana con la casa del pintor Joseph Soler.
El citado inventario quedó dividido en varios apartados: bienes muebles de madera, herramientas de hierro, y ropa. Entre los primeros encontramos tres arcas de pino con cerraja y llave, dos mesas pequeñas, siete sillas, una artesa y un cedazo, dos amasadoras y tres moldes para hacer revoltones o bóvedas.
Entre los segundos, el alarife disponía de dos rastrillos, dos picolas, un martillo, una palanqueta, dos paletas, dos ganchos, un plomo, dos planas, tres maromas de esparto, una sartén mediana y unos hierros pequeños del fuego. Dentro de la ropa, disfrutaba de un cobertor, dos sábanas remendadas, una tela de colchón, tres servilletas de lino remendadas y un jubón o armador de ante valorado en una libra. Así mismo, se tasaron por un importe de 10 sueldos: cuatro ‘laminicas’ pequeñas, un cuadro de la Purísima sin marco y un crucifijo mediano con dosel. También se incluyó un libro de ordenanzas del oficio de alarife, justipreciado en 4 sueldos.
Supongo que, en su momento, al enajenarse sus bienes se pagaría lo que debía, pues el difunto alarife asumía sin ninguna duda, que tenía deudas.
Fuente: http://www.laverdad.es/