POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS).
En estas jornadas en las que se conmemora a los fieles difuntos (especialmente el día 1.º de noviembre, aunque la memoria litúrgica sea realmente el día 2) parece oportuno hacer memoria de las costumbres funerarias de nuestros antepasados.
Desde cuatro siglos atrás hasta nuestros días, normas, ritos, oficios, leyes y tantos otros aspectos de la vida han experimentado cambios asombrosos, en la inmensa mayoría de los casos para mejorar sobre los que regían en aquellos pretéritos siglos.
Partiendo de aquella documentación que sobrevivió al abandono y la miseria y centrándonos en los siglos XVII y XVIII -y más concretamente en las costumbres y ritos funerarios de nuestro concejo de Parres- pueden valorarse varios aspectos.
Para ello manejamos algunos libros que van desde 1647 hasta 1789.
En los protocolos notariales hay disposiciones testamentarias de todo tipo, generalmente muy minuciosas en sus providencias, cláusulas y condiciones.
Haremos referencia a mortajas, ceremonial de los entierros y sepulturas.
En el primer caso hay especificaciones concisas para que -llegada la hora de la muerte- se amortajase al interesado según su dictado y convicciones.
Algunos indican su deseo de ser amortajados con el humilde hábito o sayal franciscano, el dominico y -los menos- el benedictino; en el caso de las mujeres suele solicitarse también el carmelitano.
En algún caso sería por manifestar una austeridad al final de sus días que, tal vez, el finado no había llevado en vida. Consideraban estas mortajas como un aval que les ayudase a salvar sus almas en aquellos siglos de profunda religiosidad. Bien es cierto que la gran mayoría no dispuso nada en cuanto a su amortajamiento o lo dejaron a libre disposición de su familia.
Los pobres eran habitualmente envueltos en una sencilla sábana -si es que la tenían-, pues en el caso de Melchor Pérez, de San Martín de Cuadroveña -año 1699- se lee: “…y como no disponía de nada, un vezino cubriole con un lienzo suyo, hízolo en el Nombre de Dios y de la sienpre gloriosa y santissima Birjen Maria Conzepbida sin mancha de pecado orijinal, prottetora de ttodos los pecadores”(sic).
En cuanto al entierro propiamente dicho solía seguirse la pragmática de Felipe V según la cual no podían utilizarse telas ni colores sobresalientes en seda, sino paños y galones negros o morados con el fin de manifestar “el origen de mayor tristeza”.
Los acompañamientos en los entierros se establecían en varios niveles: sacerdotes, cofradías, pobres y otros cercanos al difunto o a su familia.
Según la clase social a la que perteneciese el finado podían asistir a sus exequias entre tres y doce sacerdotes.
Además las cofradías solían tener un sacerdote o religioso como director espiritual, el cual presidía la cofradía en el entierro si el difunto había pertenecido a la misma.
Este detalle de asistencia de cofradías a las inhumaciones llegó hasta la década de los años 60 del pasado siglo XX -como pudimos ver en Arriondas-, y eran las encargadas de portar su estandarte distintivo, así como el féretro en alguna ocasión.
Todas estas manifestaciones exteriores entraron en crisis y fueron desapareciendo, dando paso a un sentimiento más racional.
Asimismo era muy curioso el llamado cortejo de pobres que acudía al entierro, una mezcla de ostentación por parte de las familias con dinero -por el número de limosnas que había que darles- con una especie de piedad por los más necesitados.
Es como si el pudiente fallecido necesitase las oraciones de aquellos pobres -evangélicamente más cercanos a Dios-, y sus servicios se pagaban con limosnas o alimentos, o ambas cosas.
Algunas familias -que no disponían de liquidez económica- se veían obligadas a vender parte de su patrimonio para hacer frente a los gastos originados por las exequias fúnebres de algún familiar.
Según los protocolos notariales era casi la mitad de la población la que se preocupaba de dejar disposiciones para que se celebrasen misas por su alma, o dejaban el encargo a sus albaceas o familiares.
En el Sínodo Diocesano de Oviedo de 1769 se estipulaba el tipo de funerales a celebrar que podían ser: menores, regulares y mayores; según el número de curas, diáconos, responsos, sermones, o que fuese misa rezada, cantada, etc.
En nuestros días está comúnmente aceptada en las esquelas mortuorias la expresión “después de haber recibido los Santos Sacramentos y la Bendición Apostólica”, en la mayor parte de los casos no siendo cierto.
No era ese el caso en siglos pasados, donde si no había recibido sacramentos quedaba anotado por el cura de su parroquia en el libro de defunciones.
Así, en 1780, el cura párroco de Castiello -en nuestro Concejo de Parres- anotó: “Felipe Villaverde de Diego vezino desta Parrochia no recivio los Sanctos Sacramentos de la Penitencia ni Eucharistia, por haverlo hallado muerto en los Montes de Sebares”(sic).
En Arriondas los primeros enterramientos de los que queda constancia datan de 1686. El primitivo cementerio se amplió con varias donaciones, entre las que se encuentra una curiosa que quedó anotada de esta forma: “doña Vicenta Peláez, de Beloncio, con motivo de haber fallecido debajo de un corredor de Cuadroveña su padre José Peláez que venía de llevar una hija a un colegio de Santander, donó para ampliar el cementerio diez mil reales”.
Nuestro cementerio parroquial se amplió al menos en dos ocasiones, la primera en 1909 y, después, en 1955. Sus actuales 5.160 metros cuadrados no precisan de más ampliaciones en bastantes años.
FUENTE: https://www.facebook.com/franciscojose.rozadamartinez