POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS)
Diez días de luto oficial nacional acaban de ser declarados por el Gobierno de España en memoria de las ya cerca de 30.000 víctimas mortales que la pandemia ha dejado en nuestro país, con una de las tasas de letalidad más altas del mundo.
La primavera es cosa de vida, pero no en el año que nos toca vivir. Un virus que -por pocas horas- no se llamó covid-20, ha venido a trastocar la vida (todas las vidas) del planeta en el que vivimos.
Con una fijación muy destacada, covid-19 se fijó en los ancianos, esa etapa de la vida a la que -si nos da tiempo- todos llegaremos.
Un camino recorrido por nuestros mayores en el que algunos han pasado de ser los sabios, a ser los impertinentes; de ser el sustento de la familia, a ser un estorbo; desde el eje al rincón.
Quizá este mundo no nos guste mucho, pero puede que a nuestros jóvenes les guste menos el que van a heredar.
Define mejor a un ser humano la forma de tratar a sus ancianos que la de tratar a sus niños, porque es más fácil gozar con la esperanza, con el proyecto, con el camino de ida, con nuestra consecuencia, que con nuestro antecedente, con el ayer, con el descenso, con la monotonía.
Siempre estuvimos convencidos de que nadie está autorizado a retirar a nadie de la vida antes de que ella se retire, y de que morir viviendo es la mejor manera de morir.
Bien dejó escrito Alexis Carrel: “Como una nación, como un viejo país, como las ciudades, como las fábricas, las granjas, los cultivos, las catedrales góticas, los castillos feudales, los monumentos romanos de Europa, somos el resultado de una historia”.
La historia personal, la historia familiar, la historia humana se ha visto muy alterada en estos meses de inesperadas vivencias donde todo ha entrado en una nueva fase, porque la muerte se enseñoreó de ciudades y campos, civilizaciones y creencias, como si fuese un viejo pariente que vivía fuera y -sin previo aviso- llama a la puerta y todos se sobresaltan sin saber muy bien cómo actuar.
¿Quién no teme al salto en el vacío? Todos sentimos “horror vacui”.
Lógico es temer al paso que nos lleve de aquí a allí; de la parte que creemos conocer a la que creemos desconocer, porque sólo se teme lo que se desconoce.
Cual cipreses -símbolos de perduración y vida interminable- los humanos nos aferramos a la vida y -en estos meses- nos quedamos un poco más solos, más aislados -condiciones estas tan bien llevadas por los menos y tan aborrecidas por los más- contemplando la bacanal que un virus -solapado e invisible- se dio desordenadamente, a modo de latrocinio universal de vidas y tiempos.
El recorrido pendular de la historia nos señala el retorno a tiempos lejanos, precisamente a nosotros que nos creíamos dueños y señores de nuestros destinos, con un pretérito ya tachado de nuestras agendas de buen vivir, como si la actualidad no fuese siempre una consecuencia de errores y aciertos, de tropiezos y avances.
España mira ahora su presente y su futuro con notable incertidumbre, plena de posibilidades y tareas, en vías de emprender una nueva singladura, pero para ello, dijo Ortega: “Es menester que todos nos apretemos un poco las cabezas, agucemos el sentido para inventar nuevas formas de vida donde el pasado desemboque en el futuro; que afrontemos los enormes, novísimos, inauditos problemas que el hombre tiene hoy ante sí con agilidad, con perspicacia, con originalidad…”.
En días en los que la vida y la muerte tienen confusas las fronteras, un brusco rompimiento ha venido a visitarnos y -tal vez- a quedarse por un largo tiempo entre nosotros.
No queda más remedio que seguir haciéndole frente, mientras honramos la memoria de las decenas de miles de españoles que han dejado su vida en esta inesperada etapa -coincidente con la primavera boreal-.
Meses de meditación para madurar y para hacernos cargo responsable de que tendremos que organizarnos con otros patrones de vida.
Aparecerán “salvadores” regalando promesas y -como tantas otras veces a lo largo de la Historia- tendrán más seguidores de los que la sensatez y la prudencia aconsejan.
Los siglos son también testigos de que todas las creencias que remiten a la Humanidad a un más allá después de la muerte, rogarán a sus dioses particulares para que intervengan y nos asistan, cada doctrina valiéndose de las exégesis que la sustentan, mientras asegura que su dios es el único y verdadero, y no el de los otros credos.
Es ésta una memoria de luto y pesar que desborda las fronteras nacionales y se extiende a lo largo de todo el mundo, a modo de apasionada cosmogonía -donde lo espiritual y lo material no andan disociados- sino que conviven a modo de hermanos siameses.
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