POR MANUEL GARCÍA CIENFUEGOS, CRONISTA OFICIAL DE MONTIJO Y LOBÓN (BADAJOZ)
Bien temprano se oía el gruñido del animal que atrapado por el gancho era aupado al Gólgota de la mesa del sacrificio. El ancho cuchillo matancero penetraba en la papada y un caudal de sangre caía en el barreño, que con el removido e ingredientes todo acababa en mondongo. El fuego de la albolaga iniciaba el chamuscado y raspado. Las ollas puestas a hervir. La prueba se enviaba para que la reconociese el veterinario. Luego el despiece, separando el magro de la grasa. Se lavaban las tripas. De rodillas en las artesas la masa para chorizos y morcillas era removida y agitada sin descanso. Luego el llenado para el embutido.
En esas faenas los muchachos, espectadores de excepción, solicitaban como triunfo el rabo del guarro y la vejiga. La fiesta de la matanza era de alborozo y excusa para no ir a la escuela. Cuando pasaba lista el maestro o veían una falta, el resto de la clase justificaba la ausencia: “Maestro, está de matanza”. El gozo llegaba con la prueba hecha en la sartén y la careta asada, corriendo entonces de vaso en vaso la jarra de vino. Con lentitud y parsimonia se iba colgando el producto que las matanceras habían cortado y atado, obra hecha con artesanía. Y allí, arriba quedará quieto, inmóvil, hasta que la última gota grasa roja proclame el final del oreo. En la calle se oía la ronda de algún villancico “Esta noche es nochebuena y mañana Navidad”. Bendito sean aquellos días matanceros del mes de diciembre.