POR JOSE ANTONIO MELGARES GUERRERO, CRONISTA OFICIAL DE LA REGIÓN DE MURCIA Y CARAVACA
Durante los años del ecuador y siguientes del pasado S. XX, había en Caravaca cuatro médicos que cuidaban de la salud de la población desde el punto de vista general: D. Ángel, D. Alfonso, D. Faustino y D. Martín, además de especialistas como el oftalmólogo D. Miguel Robles y el otorrino D. José Juan Parras, entre otros. Ninguno de ellos necesitaba apellidos para ser reconocidos en la sociedad local, por lo que su sólo nombre bastaba para referirse a ellos en la conversación coloquial. El primero de los ya mencionados fue D. Ángel Martín Hernández, de quien hoy me ocuparé en las vísperas de la edición de Fiestas 2013, quien llegó a Caravaca en los años de la posguerra, desde la localidad jumillana de Cañada del Trigo tras la permuta con un médico de Jumilla con plaza en la Seguridad Social de Caravaca.
D. Ángel nació en Ávila en 1911, en el seno de una familia de tradición sanitaria pues también su padre fue médico rural en la localidad abulense de Zapardiel de la Ribera, donde utilizaba el caballo como medio de transporte por las tierras de Castilla, para atender a los enfermos que requerían su presencia.
Hizo la carrera de Medicina en la universidad de Salamanca y ayudó a su padre en el ejercicio de la profesión hasta que se produjo el Alzamiento Nacional, incorporándose al ejército del general Franco como alférez provisional, actividad de la que siempre se sintió orgulloso y a la que sobrevivió tras la matanza habida en un túnel en el que se instaló un hospital provisional de campaña que fue alcanzado por un obús enemigo. Al concluir la guerra, permaneció en el Ejército como médico militar durante dos años, primero en la localidad de El Pardo y luego en Cuéllar.
A Caravaca llegó casado con la salmantina María Gil Álvarez, a quien había conocido durante los años de estudiante, y con quien tuvo a sus dos hijos: Ángel Luís y Guillermo. Instalaron el domicilio familiar en la C. Mayor, en edificio propiedad de Caridad Guerrero Rodríguez, en el que D. Ángel ocupó la primera planta y la segunda la célebre comadrona Dª. Guillerma.
Hasta la apertura del primer ambulatorio de la Seguridad Social en los bajos del edificio del Colegio de la Compañía, los médicos de la misma pasaban la consulta en sus propios domicilios. La de D. Ángel compartía la primera planta del edificio mencionado con su residencia familiar, y era un amplio espacio cuadrangular, al que se accedía por oscura escalera de peldaños de madera, dividido en dos estancias: la destinada a sala de espera y la consulta propiamente dicha, con balcón la C. Mayor, en la que durante algún tiempo fue ayudado en la redacción de recetas, por Paco el Chaparro.
La jornada de trabajo la invertía en visitas domiciliarias y atención a enfermos en su consulta, sin horario y con llamadas todas las noches pues no había guardias como ahora. Su teléfono: el 322 de entonces, sonaba a cualquier hora de toda la jornada. Cobraba 50 pts. por visita domiciliaria y compatibilizaba la Seguridad Social con lo privado y las entonces muy frecuentes igualas, que venían a ser lo que las compañías privadas actuales.
Muy sensible a la marginación social, vivió en propia carne la miseria en la que mucha gente vivía en los campos y aldeas, con ausencia absoluta de higiene, habiendo de actuar enérgicamente en sus visitas, con familiares de enfermos enquistados en atávicas costumbres ancladas en el curanderismo y en las costumbres tradicionales.
También atendió, por encargo municipal, el entonces conocido como Auxilio Social, instalado donde hoy abre sus puertas el Lounge Club La Compañía (C. Mayor 43), donde contó con la ayuda de mi madre como enfermera, y donde se atendían necesidades sanitarias y alimenticias de la población más necesitada.
En los últimos años cuarenta la penicilina estaba en sus comienzos, por lo que su utilización era escasa y a veces hasta había que valerse del mercado negro del estraperlo para su consecución, lo que no dudó en hacer D. Ángel cuando las necesidades de algún paciente así lo exigieron.
En 1958 sucedió en la Alcaldía y en la Jefatura Local del Movimiento a Manuel Hervás Martínez, siendo, con el Hermano Mayor Ramón Melgarejo Vaillánt, en 1959, el motor de la reconversión de las Fiestas de la Cruz, ayudados en la tarea por los grandes héroes del cambio cuyos nombres son de sobra conocidos. A la alcaldía llegó por exclusión de otros, pues nunca había estado vinculado a la política local. Su única relación con el entonces denominado Régimen era tener a su hermano Enrique como Delegado de la Vivienda en Valladolid, y luego de Sindicatos en Almería y Palencia. Le sucedió en el edificio de la Pl. del Arco como Alcalde Amancio Marsilla Marín de Cuenca. D. Ángel no era persona de peña de amigos ni de tertulia en cafeterías. Hombre culto y adicto a la lectura, empleaba todo su tiempo libre en leer. Como amigos reconocidos se le recuerdan al Dr. Miguel Robles Sánchez-Cortés y a Jesús el de los Baúles. Elegante en el vestir tuvo como su sastre a Antonio Caparrós (Padre). En extremo respetuoso con su profesión, tuvo siempre como modelos a imitar a los Dres. Santiago Ramón y Cajal y Gregorio Marañón, al igual que tuvo como personaje mítico en su vida a D. Miguel de Unamuno, a quien conoció muy de cerca por vivir las familias de ambos en el mismo edificio en Salamanca y por haber compartido con él horas de pesca en las riberas del Tormes.
Por su aspecto de hidalgo castellano, su forma de ser tratando de mantener la dignidad perdida, y su asiduidad a la lectura de los autores de aquella Generación Literaria, se le podría considerar como El Último del Noventa y Ocho en Caravaca.
Tras muchos años viviendo en la C. Mayor, como se ha dicho, adquirió la planta séptima en el edificio que construyó la CAM en la Gran Vía, donde instaló vivienda y consulta, por la que pagó 2. 350. 000 pts. (eran dos pisos), en los primeros años sesenta. Fue aquel, el primer edificio con ascensor y portero en Caravaca, y también el primero que rompió la visión panorámica del Castillo en la urbanística local.
En activo hasta los sesenta y cinco años, abandonó toda la actividad sanitaria al jubilarse a la edad reglamentaria en el año 1976. Enfermo de cáncer de colon, el tratamiento y su buen apetito le hicieron engordar en demasía, lo que no le impidió seguir con su afición moderada al tabaco, liándolo con lámina de papel partida para su menor consumo.
Falleció, con 81 años, en 1993 habiendo sido su último diagnóstico el que hizo a su nieta de tres años quien no paraba de llorar a su lado. D. Ángel con apenas un hálito de voz aconsejó a sus padres que le dieran de comer, pues la niña lo que tenía era hambre.
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