POR ANTONIO LUIS GALIANO, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
Hace pocos años, antes de que el fantasma de lo que se ha dado en llamar `la crisis´, muchos españoles, aun disponiendo de segunda vivienda se planteaban por estas fechas el viaje a algún destino con diversas justificaciones turísticas, ya fuera cultural, gastronómica, senderista, paradisiaca, e incluso nudista. Aunque, la ficticia alegría económica presentaba unas buenas perspectivas que favorecían el consumo, el buen viajero medía y evaluaba el costo de todas sus partidas, desde la pernoctación y restauración, hasta los posibles inútiles regalos con los que debía regresar, pasando también por la estancia del vehículo y su alimento en forma de combustibles. Todo esto, era hace unos pocos años. Ahora, probablemente tal como está el tema de los recortes, no se nos permita alojamiento hotelero, no pisaremos ninguna estrella Michelin, compraremos unas chucherías del `todo a cien´ o de `los chinos´, y el vehículo permanecerá aparcado sin echarse nada de alimento petrolífero al depósito. Al final: una vuelta a los puentes, con un desvío hacia la Glorieta o a los Andenes, para descansar en un banco y engullir un bocadillo de chóped, y esperar un día de costo cero para acceder a algún monumento o un museo.
Aquello era antes, y esto puede ser ahora. Pero, cómo lo era en tiempos más pretéritos para un viajero que desease llegar hasta la ciudad de Orihuela. El trotamundos tenía la posibilidad de conocer los precios de la estancia en los mesones, gracias a que se debían fijar en lugares públicos.
Así, el 14 de febrero de 1771, el justicia y Regimiento de la Ciudad ordenaba a los mesoneros los precios que debían cobrar a su huéspedes. De esta forma, «por cada día con su noche, por cuarto, luz y cama; componiéndose de jergón, un colchón de lana, dos sábanas limpias y una manta o frisada en el invierno; dos reales vellón», o sea 34 dineros. Años después, en 1789, el precio se mantenía, y se especificaba además que, «por tan solo el día sin ocupar la noche», el precio era de 17 dineros. Para hacernos una idea de la posible carestía de vida, la libra de aceite, la de miel de romero, o de la palayas, valía lo mismo que la pernoctación en el mesón. Por el contrario una cuartilla de habichuelas costaba dos dineros más y la de lentejas 48 dineros.
De igual forma que hoy, al viajar en nuestro automóvil preguntamos si el hotel dispone de parking y el precio de la estancia, en aquellos años de la segunda mitad del siglo XVIII, la estancia del vehículo, si es que podemos llamarlo así, y su alimento, también se tenía en cuenta. Para ello, en 1771, se diferenciaba claramente si era caballería mayor (caballo y mula) o menor (asno), si era con pienso o sin él, y si se deseaba lecho para descanso del cuadrúpedo. De esta manera, por el pienso para una caballería mayor, a base de `un medio de cebada´ y un garbillo de paja, incluyendo `el derecho de estaca´, costaba 20 dineros. Por el contrario si se trataba de un pollino, el precio se abarataba en dos dineros. En el primero de los casos, si sólo se precisaba `estaca´, se pagaba 6 dineros, y al tratarse de burros, cuatro. Por otro lado, el garbillo de paja tenía este último valor.
Años después, en 1789, el precio de `estaca´ junto con el medio de cebada y la garbilla de paja para caballos y mulas se incrementaba sensiblemente hasta 36 dineros, siendo, incluso, más caro que la estancia del viajero en el mesón, cuyo precio se mantenía con respecto a dieciocho años antes, a pesar de incluirle dos almohadas. Este aumento del precio de la estancia del transporte animal, no era óbice para que el viajero pudiera mercar algunos comestibles con objeto de llevarlos como regalo a sus familiares. Así que, podría adquirir una libra de pasas de calidad por 16 dineros, o una onza de queso de Flandes o castellano, por 4 ó 3 dineros, respectivamente, o bien una cuartilla de avellanas o de almendras, a 36 ó 16 dineros.
A veces cuando el viajero era un curioso observador y giraba una visita por el mercado o las tiendas de `géneros vendibles´ como las de Francisco Betta o Juan Bautista Bosio, que pidieron licencia para establecerse en 1779, podían conocer los precios de los principales productos de primera necesidad, y así comprobar si el mesonero le cobraba en demasía por las comidas. Pues, en este último año, si se decidía por ingerir un buen caldo de gallina, por el inocente animal se pagaba 4 reales vellón en el mercado. Si por el contrario le gustaba la perdiz en escabeche, su precio era, 34 dineros. Por el contrario, si prefería un conejo o una liebre a la brasa, apreciaba que su costo era de 34 ó 60 dineros, respectivamente. Si le pillaba al final del viaje o disponía de poco dinero, se contentaba con un par de huevos que valía 5 dineros, que el mesonero incrementaba, lógicamente, por el aceite para freírlos, por la mano de obra en cocinarlos y por servirlos. Todo ello debía de estar regado por un buen vino, el cual se cotizaba la media cuarta en 16 dineros.
Si la atención del posadero y sus empleados era de la satisfacción del trotamundos, éste regresaba pudiendo admirar y deleitarse con el paisaje natural y urbano, con las fiestas, la gastronomía, o el paseo por las calles visitando el mercado semanal o la feria anual. Sin embargo, a nosotros, este año con poco nos vamos a conformar en las vacaciones estivales: daremos una vuelta a los puentes, intentaremos sentados en un banco de los Andenes localizar detrás de un edificio la vista del seminario, y nos contentaremos, si se puede, en vez de con un bocadillo de chóped, con una torta de aceite y sal o una empanada.
Fuente: http://www.laverdad.es/