POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS)
Estamos en el Palacio de Llames de Parres, es una tarde de noviembre del año 1757 y el rico propietario del palacio -Juan Antonio López Pandiello- contempla el bello paisaje de la Sierra del Sueve junto a su joven esposa, Juana Jacinta de Jovellanos y Ramírez de Jove. El año anterior se había celebrado su matrimonio con toda la pompa y solemnidad propia de aquellos lejanos años.
Tenía Juan Antonio casi sesenta años -viudo de un anterior matrimonio- mientras Juana apenas tenía veintitrés.
Dicen los documentos conservados de la época que a Juana la había favorecido el cielo con una muy agradable figura y que, además, le había dado grande ingenio y capacidad pero -sobre todo- una gracia y ´chiste´ en el trato tan singular que atraía a sí el cariño de cuantos con ella se relacionaban.
Imaginamos al matrimonio recorriendo a caballo sus amplias posesiones por aquellos malos caminos de más de dos siglos y medio atrás, trasladándose a visitar diferentes lugares del concejo como sería el caso de Bada -en la parroquia de San Juan de Parres- capital del concejo por aquellos años, donde -sin género de dudas- serían agasajados en La Pedrera de Bada -el edificio más antiguo del concejo- donde Juana Jacinta puede haberse encontrado con un niño que -cuando ella falleció- tenía solo tres años, nacido en Castañera de Arriondas, hijo natural reconocido del ya viudo juez del concejo de Parres y de una de sus criadas, sin que nadie imaginase que aquel niño -Julián Antonio Noriega de Bada y Llerandi- llegaría un día a despachar grandes asuntos de Estado con los reyes Carlos IV y María Luisa de Parma, hombre que fue precisamente gran amigo de Jovellanos, y por cuyas manos pasaron durante años los dineros que administraba el Reino de España, ya que llegaría a ser Tesorero General de la Corona, y que un día posaría ante Francisco de Goya -al igual que su esposa- el cual los dejaría inmortalizados en sendos lienzos.
No cuesta ningún trabajo imaginar a Juan Antonio y a su esposa Juana Jacinta en las iglesias y capillas de los alrededores, porque muchas ahí estaban ya al inicio del siglo XVIII.
Quedó viuda Juana tras ocho años de matrimonio, sin descendencia, heredando un cuantioso caudal, en parte procedente de la familia de su esposo, los ´Vitoreros´ de Colunga.
Juana se casaría de nuevo al año siguiente con Sebastián de Posada y Soto, con quien tendría tres hijos: María de Posada y Jovellanos que -con los años- se casaría con el heredero de la Casa de Nava, Álvarez de las Asturias; Lorenza, que se casaría con Pedro de Soto y Posada y, el tercero, Joaquín, cuyo nacimiento se complicaría provocando la muerte de su madre Juana con tan solo treinta y ocho años de edad.
Joaquín sirvió a la Marina Española y llegó a alférez de navío; en 1810 vivía en Asturias, según parece habiendo perdido su sano juicio.
En 1966 los actuales propietarios del Palacio de Llames de Parres -Ramón Castaño y Josefina Llerandi- lo reformaron en profundidad, un edificio que también albergó la cárcel del concejo.
Queda un rasgo renacentista en este edifico, se trata de un tragaluz en la base de la torre.
Recoge Gaspar Melchor de Jovellanos en sus “Diarios” que visitó en varias ocasiones a su hermana en Llames de Parres -alguna vez cuando él iba de camino a Covadonga- y así, cuando el 24 de julio de 1795 llegó a Llames (su hermana ya había fallecido hacía veintitrés años) dejó constancia de la “malísima calleja” para subir hasta el pueblo a caballo, pero ya en el mismo hace referencia a la deliciosa situación del lugar, todo plantado de robles, castaños, fresnos, hayas, tilos, con una famosa bolera; vio el que fuera palacio de su hermana en mal estado, con el cielo raso de la capilla arruinado, lo que le traía tristes recuerdos de los agradables días que allí había pasado en vida de su hermana, con descansos, paseos y tiempo para escribir; cita el lugar donde estuvo el monasterio de Soto de las Dueñas, con algunas monjas bajo la regla de San Benito; la iglesia de San Martín de Escoto que sustituyó a la original es ahora una de las joyas del patrimonio del concejo, siendo el único edificio de todo Parres que ha sido declarado Bien de Interés Cultural, según un decreto publicado en el BOPA el 14 de marzo de 1994.
Doce eran los hermanos de Gaspar de Jovellanos -llegando ocho a la edad adulta- y Josefa era su hermana favorita, la que contrajo matrimonio con Domingo González de Argandona y Valle, juez de caballeros hijosdalgo, quien había comprado el título de Alférez Mayor y Regidor Perpetuo del concejo de Parres por 5.250 reales de vellón en 1761, cuatro años después del matrimonio de su futura cuñada Juana Jacinta, la vecina de Llames sobre la que acabamos de hablar en estas líneas.
Conserva el Palacio de Coviella documentos relativos al siglo XVIII, como es el caso del libro de cuentas de 1737.
Josefa de Jovellanos tenía once años menos que su hermana Juana y no será difícil imaginarla compartiendo confidencias con ella en cualquiera de los dos palacios, en el suyo propio de Coviella (Cangas de Onís) o en el de Llames.
Es cierto que la familia Jovellanos no consideraba que la familia Argandona estuviese a la altura y categoría de la suya, pero Josefa no cambió por ello sus planes.
Josefa se fue a vivir a Madrid cuando su marido fue elegido procurador general en Cortes por el Principado.
Con agrado recibió el sobrenombre de “La Esbelta” y siempre brilló con luz propia, mientras su hermano Gaspar llamaba -con cierto tono irónico- “la vieja Argandona” a Mariana, la cuñada de Josefa. Bien sabido es que la nueva vecina de Coviella abrazó las ideas de la Ilustración y se puso del lado de los más pobres.
Domingo de Argandona y Josefa vivieron una felicidad efímera y Josefa se encontró viuda a los veintiocho años. Le quedaron tres hijas, pero fueron tres esperanzas frustradas, dado que dos murieron siendo niñas y la tercera -nacida tras la muerte de su padre- falleció también pocos días después.
Josefa y su hermana Juana recibieron de su hermano numerosas cartas que leían una y otra vez, cartas llenas de optimismo, de ánimos y de recuerdos.
Cuando -ya en Asturias- el amor volvió a pasar por delante de su casa y los lutos de la viudez se habían disipado, Josefa se lo confesó a su hermano, en la seguridad de que le daría la bendición para un segundo desposorio, pero no fue así; a él le pareció un capricho nada decoroso, poco menos que una locura. Ella obedeció, y esa segunda oportunidad se desvaneció. Es fácil que su cuñado Antonio -cura de San Vicente del cercano pueblo de Triongo- tuviese también algo que ver en esta decisión.
La evocación de Coviella -tan cercana a la villa de Arriondas- traería a su memoria los recuerdos de los días pasados, breves pero felices, y a la capilla de este palacio -que fuera mansión del Conde de Las Arriondas- trajo Josefa “a la cercanía de los suyos, desde muchas leguas” los restos de su esposo, cuya tumba permanece ante el altar con su correspondiente inscripción identificativa.
Todo cuanto dejó escrito Josefa -como maestra y poetisa- se conserva para deleite, solaz y estudio de nuestros contemporáneos. Su nutrida colección de poemas -algunos en el bable del siglo XVIII- invita a la nostalgia y al análisis de un espíritu curtido y sereno.
Josefa tomó el velo en el convento de las Recoletas de Gijón, también con la oposición de su hermano Melchor, que consideraba mejor su entrega al cuidado de las extraviadas que al puro rezo.
Como abadesa del convento y tras penosa enfermedad, Josefa falleció el 7 de junio de 1807, tres días después de su sesenta y dos cumpleaños.
En aquel convento de Agustinas su cuerpo encontró un primer descanso, bajo las losas del claustro, como era costumbre, un convento que -con el tiempo- acabaría siendo destinado a Fábrica de Tabacos de Gijón.
Tras esta breve reseña de las vidas de las hermanas de Juana Jacinta y Josefa de Jovellanos, las cuales compartieron vecindad con nuestros antepasados en estas tierras del oriente asturiano, cada vez que las recordemos haremos lo mismo que Tomás de Kempis cuando escribía: “O quam cito transit gloria mundi”, “Oh, qué rápido pasa la gloria del mundo”. Todo cambia, todo es mudable.
Dos mujeres que siempre estuvieron orgullosas de aquel hermano al que tanto quisieron, porque -con pocos como él- este país hubiese seguido otros derroteros mucho más prósperos y cultos; pero los españoles no le entendieron bien; Gaspar Melchor de Jovellanos había nacido un 5 de enero y fue como un regalo de los que -de cuando en cuando- le hacen los Reyes Magos a España; pero le trataron como a un juguete de esos que los niños traviesos rompen para ver qué lleva dentro…y lo que llevaba era el futuro, un futuro mejor para España.
(Este artículo lo publicó hoy en el diario «La Nueva España»)