POR JOSÉ ANTONIO RAMOS RUBIO, CRONISTA OFICIAL DE TRUJILLO (CÁCERES)
En la tienda de Antigüedades, propiedad de don Carlos Marcos, en la ciudad de Cáceres, se conservan dos cuadros con la representación de San Juan Niño, procedentes de una casa particular. En uno de ellos, San Juanito conduce con amabilidad al cordero. Representación que ya aparece en el simbolismo cristiano primitivo.
El cordero, u oveja, tiene siempre, en todas las pinturas de catacumbas y en sarcófagos del siglo IV, un significado asociado con la condición del difunto después de muerto. Pero en la nueva era iniciada por Constantino el Grande, el cordero aparece en el arte de las basílicas con un significado totalmente nuevo. El esquema general de la decoración absidal con mosaico en las basílicas que se construyen por todas partes tras la conversión de Constantino, se asemeja en lo fundamental a lo descrito por San Paulino en el existente en la Basílica de San Felix de Nola. «La Trinidad resplandece en su misterio pleno«, el santo nos dice: «Cristo es representado mediante la figura de un cordero; la voz del Padre truena desde el cielo; y el Espíritu Santo es derramado a través de la paloma. La Cruz está rodeada por un círculo de luz como por una corona. La corona de esta corona son los mismos apóstoles, que son representados por un coro de palomas. La Divina unidad de la Trinidad es resumida en Cristo. La Trinidad tiene al mismo tiempo sus propias representaciones; Dios es representado por la voz paternal, y por el Espíritu; la Cruz y el Cordero significan la Víctima Santa. El fondo de púrpura y las palmas significan la realeza y el triunfo. Sobre la roca está de pie aquel que es la Roca de la Iglesia, de la que fluyen las cuatro fuentes murmurantes, los Evangelistas, ríos vivos de Cristo» (San Paulino, Ep. XXXII, ad Severum, sect. 10, P. L. LXI, 336). El Divino Cordero era normalmente representado en los mosaicos absidales de pie sobre el monte místico desde donde fluyen los cuatro arroyos del Paraíso simbolizando a los Evangelistas; doce ovejas, seis a cada lado, eran además representadas, viniendo desde las ciudades de Jerusalén y Belén (indicadas por pequeñas casas en los extremos de la escena) y marchando hacia el cordero.
El San Juanito motivo de nuestro estudio porta una cruz con una filacteria en la que reza “Ecce Agnus Dei” (“Este es el Cordero de Dios”). En el texto de los ritos romano y ambrosiano: “Agnus Dei, Filius Patris, qui tollis peccata mundi, miserere nobis; qui tollis peccata mundi, suscipe deprecationem nostram; qui sedes ad dexteram Patris, miserere nobis (Cordero de Dios, Hijo del Padre, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros; que quitas los pecados del mundo, recibe nuestra súplica; que estás sentado a la diestra del Padre, ten piedad de nosotros, Nuevo Testamento)”, que contienen todas las palabras de la fórmula original del Agnus Dei, podemos encontrar la fuente inmediata de su texto. Su fórmula más remota es la declaración del Bautista: “Ecce Agnus Dei, ecce qui tollit peccatum mundi” (“He aquí al Cordero de Dios, he aquí al que quita el pecado del mundo”, Jn 1, 29). El desarrollo de la idea de asociar la Cruz con el cordero aparece por primera vez en un mosaico del siglo VI de la Basílica Vaticana.
Fue Isaías quien comparó a Nuestro Salvador con un cordero, el Bautista fue el primero que aplicó ese nombre a Nuestro Señor- “He aquí al Cordero de Dios”- y sin duda lo hizo siguiendo un cierto sentido derivado de algún antiguo modelo y profecía. De todas las representaciones figurativas, el cordero ha sido el que ha subsistido con más fuerza en el arte. Por sus cualidades de dulzura, inocencia y pureza. Ha sido considerado en muchas culturas como el animal de sacrificio por excelencia.
Durante el siglo XVII menudearon las representaciones de San Juan Bautista como niño. Era una forma de manifestar la ternura de la piedad religiosa de esa época. San Juan había estado retirado en el desierto, por eso se nos muestra vestido con piel de camello. Lleva en su mano derecha la vara o cruz que le identifica. La escena aparece representada en un paisaje en los que el artista plasma suaves y delicados efectos atmosféricos, que sirven para definir la naturaleza y destacar la figura en primer plano.
Es obra de la segunda mitad del siglo XVII.
En el otro cuadro, está presente la dulzura de la infancia de San Juan, que se cubre con un manto rojo, dejando gran parte del cuerpo desnudo, emergiendo del fondo de sombra, con preponderancia de la disciplina gestual y el equilibrio de los volúmenes, predominando las distendidas posturas de la figura infantil, con una cierta sofisticación y blandura de modelado barroco. San Juan niño se encuentra suspendido en medio de áureos resplandores celestiales sobre una peana de nubes rodeada de una nutrida corte angélica de aspecto infantil, en posición simétrica, sus cabelleras deben mucho a la influencia flamenca en la pintura granadina del momento. El artista ha querido plasmar un juego de emociones y sentimientos figurados en San Juan niño, mediante bellas e idealizadas formas y, como fondo, un espacio arquitectónico sencillo, enmarcando la figura en un arco. Su técnica fluida y precisa, revela el contacto del autor anónimo con pintores venecianos, posiblemente de la colección real.
En forma genérica y en virtud de las características conceptuales y formales, puede adscribirse a un pintor perteneciente a la amplia nómina de los que se formaron en la escuela andaluza en la segunda mitad del siglo XVII (de hacia 1665-1670).