POR LEOCADIO REDONDO ESPINA, CRONISTA OFICIAL DE NAVA (ASTURIAS)
Sí, fui mozo en aquel tiempo en el que, tras ocuparnos mañana y tarde en las faenas de la hierba, llegábamos al prado de la romería al caer el sol, cuando los valles comenzaban a quedar en sombra, el calor del día se había amansado y el aire se había hecho más fino, más respirable.
A la incierta luz que mediaba entre el final del día y la llegada de la noche, se encendían los múltiples puntos de luz de la fiesta, y la brisa mecía las banderitas de papel de colores que, intercaladas con las luces brillantes, engalanaban el firmamento del espacio festivo, mientras, desde el quiosco, adornado con la bandera de España, la orquesta, con las fuerzas y los ánimos todavía intactos, atacaba con decisión las primeras piezas bailables, cuyo eco, en brazos del viento suave, se perdía en el infinito sereno de la noche de verano, tras acariciar las copas de los árboles y demorarse, con delicadeza, sobre la superficie de los prados recién segados.
Y era esa fragancia, la de la hierba curada en el día, mezclada con el olor acre de la pólvora de los voladores, y el de la sidra, más familiar, junto con otros mil efluvios que los romeros aportaban, la que conformaba todo un mundo de perfumes y olores, tan variado como grato y tonificante.
Si, he visto pocas cosas más hermosas que el comienzo de una romería, ese tiempo mágico en el que la noche estaba próxima, pero, sin embargo, aún quedaba en el aire un rescoldo de la luz del día.
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20160720 La Nueva España Pag 11 Ecos de romeria
Fuente: Diario LA NUEVA ESPAÑA. Oviedo, 20 de julio de 2016, pág. 11