POR JOSÉ MARÍA SUÁREZ GALLEGO, CRONISTA OFICIAL DE GUARROMÁN (JAÉN).
Tengo el machadiano estigma de que ninguna de las dos Españas ha logrado helarme el corazón, porque cada uno de mis abuelos ondeó una bandera diferente en una misma España, si bien ambos acabaron padeciendo las mismas contradicciones y los mismos sinsabores de una misma patria. Las guerras siempre las gana el mismo lobo que una vez que se ha comido a los tres cerditos del cuento trata de culpar de ello a Caperucita y a su abuela.
Nuestra patria, entelequia diversa de intereses contrapuestos, nos ha ido convirtiendo en las piezas de un mecano de una sociedad bipolar que nos exige a cada paso que seamos monárquicos o republicanos, de izquierdas o de derechas, del PSOE o del PP, del Real Madrid o del Barcelona, de Movistar o de Vodafone, de Coca Cola o de Pepsi, fumadores o no fumadores, con alcohol o sin alcohol, creyentes o ateos, taurinos o antitaurinos, de Rocío Carrasco o de sus parientes díscolos. Nuestra vida, como diría el proscrito Jorge Luis Borges, es un jardín de caminos que se bifurcan. Es el dilema perpetuo entre el blanco y el negro en un país en el que están desterrados los términos medios y las medias tintas. Un país en el que la luz eléctrica cada día está más cara, pero en el que abundan los cirios encendidos en Semana Santa, los velones en las romerías, las lucecitas de colores en Navidad, las bengalas de campeones de liga, las antorchas de ritos ancestrales, los leds de las rebajas del Corte Inglés… ¡Pero nos falta tanta luz que nos ilumine!
El magistral dibujante Quino ponía en boca de la redicha Mafalda: “Me parte el alma ver gente pobre. ¡Habría que dar techo, trabajo, protección y bienestar a los pobres!“; y Susanita –su mejor amiga– le respondía: “¿Para qué tanto? Bastaría con esconderlos“.
A los pobres nacionales y a los extranjeros pobres –que son doblemente pobres por ser doblemente extranjeros— los amantes de apropiarse de las banderas comunes los suelen esconder debajo de ellas. Y si no que se lo pregunten a ese tipo de “andaluces” encastados en la estirpe de los que en su tiempo llamaban “trapo” a lo que hoy enarbolan para abanderarnos. ¡A buena hora mangas verdes -blancas y verdes, por supuesto-!
La realidad es que bajo un mismo dios y una misma patria no siempre todos los fieles creyentes, ni muchos menos todos los ciudadanos, son iguales. El viejo proverbio árabe lo expresa meridianamente: “El pobre es un extranjero en su patria”. Al rico extranjero se le suele llamar hermano y hasta se le llega a hacer hijo adoptivo de la patria en la que malvive el pobre. En la Marbella de la época de las vacas gordas de los “ostentoreos”, se clasificaba con descaro a las gentes de una misma raza y de una misma creencia, según su poder adquisitivo: Los “paisas” que vendían ventiladores y linternas por los chiringuitos eran “moros de mierda”, mientras que a los jeques que llegaban envueltos en el halo del lujo y del derroche se les denominaba árabes, a secas.
Por lo que vamos viendo en estos últimos tiempos de pandemias, volcanes en erupción, guerras para vender armas, España no tiene otro futuro que enfrentarse a él. Reivindico la voz del poeta Antonio Machado cuando recuerdo una reflexión de él al respecto, recogida en sus “Poesías de la Guerra, Apuntes”: “Cuando penséis en España, no olvidéis ni su historia ni su tradición; pero no creáis que la esencia española os la puede revelar el pasado. Esto es lo que suelen ignorar los historiadores. Un pueblo es siempre una empresa futura, un arco tendido hasta el mañana”.
En este “Reino de Trinconia”, en el que unos no creen en la democracia y los otros no la practican, hay que hacerle caso a mi contertulio El Caliche cada vez que dice que más olla y menos bambolla. A mí lo que de verdad me hiela el corazón es ver a quienes salen a buscar en la basura algo con lo que sobrevivir sin perder la dignidad.
Efectivamente hay que “esconder” a los pobres, pero en los balcones de las conciencias de los samaritanos. Allí dónde no hay sitio para colgar las banderas de los fariseos.