POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Pasados los años vividos, uno llega a la conclusión de lo importante que es el cambio, de lo necesaria que resulta su inevitabilidad y la constancia de que, probablemente, sea lo único constante en este universo. Alterando las estructuras asumidas, todo se va moviendo en un constante devenir imposible de anticipar en sus últimas consecuencias, pero lógico en su necesidad. Dicho en otras palabras, lo más importante en esta experiencia vital que padecemos es asumir cuanto antes que todo, tarde o temprano, ha de cambiar y nada de lo que hagamos podrá invertir esta tendencia.
Estudiando el pasado, sin embargo, podemos entender cómo este mantra continuo puede afectar de un modo y otro a las estructuras cambiantes que conforman nuestro hábitat. Analizando causas y consecuencias de hechos pasados semejantes de facto podríamos ser capaces de comprender las múltiples derivadas resultantes. Como las ondas que genera una piedra sobre la cristalina superficie que conforma la laguna de Peñalara, según las características temporales, si bien similares en su longitud y proporción, variarán en los resultados y efectos producidos.
La historia, siguiendo ese paradigma, sirve, como es obvio, de modelo a futuras experiencias, pero resulta ineficaz para predecir las consecuencias exactas en el momento de producirse. En buena lógica, por más que nos esforcemos en considerar científico el proceder de su análisis, somos incapaces de reproducir los resultados, incapaces de establecer axiomas y, en definitiva, incapaces de reducir el futuro de nuestra sociedad a una suma de tesis irrefutables definidas matemáticamente.
A pesar de ello, no nos cansamos de buscar una conexión exacta entre lo pasado y lo venidero, como si aquello ocurrido hace centurias tuviera posibilidad de demostrarse en el presente siempre cambiante. Puede que, a causa de ese absurdo pensar, la vida se nos llene de recordatorios de hechos históricos descontextualizados hasta llegar a convertir el ayer en una suerte de yacimiento de noticias que consumir de forma instantánea. Nada más que echar un ojo al diario que sea, almanaque, cuenta de red social e, incluso, informadores supuestamente reputados, para recibir información absurda que no viene a cuento, desconectada de la realidad que lo explica y conectada con vayan-ustedes-a-saber-qué.
Desde la proclamación de la infanta Isabel de Trastámara en Segovia a la revolución de los Claveles en Portugal, pasando por los despreciables y despiadados atentados fundamentalistas de 2004 en Madrid, la apertura de la tumba del pobre Tutankamón, la muerte de Vladimir Ilich Iulianov, Lord Byron, Tomás de Aquino o el gran Kafka y el nacimiento de Winston Churchill o del pueblerino maravilloso de Immanuel Kant; el pasado llena los tabloides y deja de ser historia para convertirse en la comidilla instantánea y pasajera de unos mentideros cada vez menos comprometidos con el cambio inevitable y sí con el uso de la historia para el debate inane en el medio de comunicación que sea. En este Paraíso, sin ir más lejos, nos levantamos hace unos meses descubriendo que se cumplían tres siglos de la finalización de la obra del palacio real, en el vigésimo cuarto año de la proclamación del primero de los Borbón, el demenciado Felipe V.
Y, como es lógico, dada la excusa, bienvenido el carnaval. Las efemérides se convierten en pistoletazo de una sarta interminable de actos oportunistas en el gasto inapropiado que de ninguna manera profundizarán en la realidad del momento en que aquello celebrado llegó a producirse, generando nada más que conmoción superficial o, como diría un historiador marxista, coyuntural, mermando el presupuesto que, esto lo afirmaría un filósofo utilitarista, debería emplearse en cualquier empeño que beneficiase al mayor número de ciudadanos posible.
En el caso del palacio real de San Ildefonso, la efeméride ha dado oportunidad de visitar partes inexploradas por el común del amplio espacio edificado por Teodoro de Ardemans y concluido por Juvara, Sachetti, Procaccini o Subisatti. Curioso sería preguntarles si realmente dejaron de trabajar en 1724, cuando no se habían iniciado los sectores de los patios de Honores y Carruajes y buena parte de las fuentes monumentales del parque aún estaban en la mente de René Frémin y Jean Thierry, a decir de la documentación que aquellos que garantizan las efemérides poseen y ningún interés parecen tener en leer. Ya ven, sabiendo que el plano rector del jardín lo realizó Fernando Méndez de Rao en 1734, ya me dirán qué creer o, mejor aún, saber.
Esa documentación y los muchos estudios ignorados sí enseñan que, trescientos años ha, el primer Borbón decidió abdicar tras construirse una corte secundaria en La Granja donde, con la ayuda de un gobierno más que experimentado y el engañoso apoyo del Mariscal René de Froulay de Tessé, embajador principal del regente de Francia, poder asaltar el trono vecino al que nunca había renunciado, por más que se esforzaran en decir lo contrario desde el tratado de Utrecht a los comentarios de Louis de Rouvroy, duque de Saint-Simon.
Afortunadamente, estos guirigáis provocador por la historia travestida en noticia pancista regalan, muy de vez en cuando, la oportunidad de recuperar alguna joya digna de ser disfrutada, perdida durante eones en la desmemoria del interés puntual. En esta ocasión, Patrimonio Nacional decidió sacar del baúl de los recuerdos el maravilloso reloj organizado turco. Fabricado en Inglaterra por la casa de Eardley Norton a finales del siglo XVIII, he de suponer que llegó al Palacio Real de San Ildefonso en torno al 5 de julio de 1788, cuando el embajador de la Sublime Puerta, esto es, Turquía, visitó al rey Carlos III en este Real Sitio un par de meses antes de su fallecimiento, ocupando el esquileo existente en los vestigios de la fábrica de cristales, cerca de la plomería y el cuartel de caballería. De suma belleza mecánica, la joya inglesa regalada por el sultán Abdülhamid I se esfuerza por demostrar su prestancia británica, mientras la impecable fuente de la Galatea compite con ella ante los visitantes que, indecisos, no saben si echar en falta más el chisporroteo del agua cayendo por las conchas o el repiqueteo metálico de las sinfonías atesoradas por la panza de semejante ingenio.
Un servidor, por la cuenta que le trae, seguirá esforzándose en aprovechar las consecuencias colaterales que portan tales efemérides, a la vez que buscará el modo de singularizar el pasado no por el provecho que induce, sino por la enseñanza eterna que su cambio destila.