POR JOSE MARÍA SUÁREZ GALLEGO, CRONISTA OFICIAL DE GUARROMÁN (JAÉN).
Introducción
De un tiempo a esta parte, justo en las dos década que han servido de transición de un siglo a otro, la cocina está dejando de ser considerada un “arte menor” del costumbrismo, tanto por el mundo académico como por los estudiosos de los fenómenos sociales, para ser considerada, por derecho propio, como un patrimonio cultural situado al mismo nivel de importancia que el patrimonio monumental, el literario o el de las artes plásticas. Pero esta apreciación, que parece resultarnos novedosa hoy en día, ha sido una constante secular en las civilizaciones del Mediterráneo, en las que tres ingredientes: el pan, el vino y el aceite, han dibujado la geometría cultural y alimenticia de su paisanaje y su paisaje. Trigo, vid y olivo, le han puesto sabor y paisaje, durante varios miles de años, a la geografía mediterránea.
Pretendemos esbozar en estas líneas algunos referentes históricos, sociales y etnológicos que han hecho posible que el aceite de oliva, en su calidad más alta: la virgen extra, haya pasado de ser considerado no sólo un alimento saludable, sino todo un patrimonio cultural y gastronómico de la sabiduría milenaria de los pueblos del Mediterráneo.
Uno de los primeros apuntes gastronómicos más certeros que se han escrito sobre el aceite de oliva se lo debemos al filósofo, matemático y médico andalusí Ibn Rushd (1126-1198), más conocido en la historia cultural de Occidente como Averroes, en su tratado Kitab al-Kulliyat fi-l Tibb («Libro sobre las generalidades de la Medicina»), y dice así:
«Los mejores huevos son los de las gallinas. Cuando se fríen en aceite de oliva son muy buenos, ya que las cosas que se condimentan con aceite son muy nutritivas; pero el aceite debe ser nuevo, con poca acidez y de aceitunas. Por lo general, es un alimento muy adecuado para el hombre.”
Averroes es el filósofo que da a conocer a la Europa de los siglos siguientes al XII el pensamiento aristotélico, siendo su figura intelectual, por tanto, decisiva en el desarrollo de un pensamiento y de una cultura propia de Occidente.
Pero no habrían de quedar sus apreciaciones sobre el aceite sólo en una mera referencia sobre los huevos fritos, sino que en el mismo tratado, Kitab al-Kulliyat fi-l Tibb («Libro sobre las generalidades de la Medicina»), nos habrá de describir las sanas cualidades del aceite de oliva:
“Los alimentos condimentados con aceite son nutritivos, con tal que el aceite sea fresco y poco ácido […] Cuando procede de aceitunas maduras y sanas, y sus propiedades no han sido alteradas artificialmente, puede ser asimilado perfectamente por la constitución humana […] Por lo general es adecuada para el hombre toda la sustancia del aceite, por lo cual en nuestra tierra sólo se condimenta la carne con él, ya que éste es el mejor modo de atemperarla, al que llamamos, rehogo. He aquí como se hace: se toma el aceite y se vierte en la cazuela, colocándose enseguida la carne y añadiéndole agua caliente poco a poco, pero sin que llegue a hervir.”
Ciertamente –lo digo por propia vivencia– no hay peor experiencia gastronómica para alguien acostumbrado a las frituras con aceite de oliva, que tomar unos huevos fritos en mantequilla, temeridad alimenticia ésta que hace que se conmuevan los cimientos milenarios de la Cultura Mediterránea. Invito desde aquí a todos cuantos quieran a que comprueben la diferencia, dándole finalmente la razón al filósofo, matemático, médico y gastrónomo Averroes.
No obstante, la presencia de huevos fritos en la dieta de los cristianos españoles del siglo XVI, por ejemplo, era más bien escasa, lo que hizo posible que algunos investigadores llegaran a pensar que lo que en realidad está haciendo la mujer protagonista del popular y conocido cuadro de Velázquez, Vieja friendo huevos (1618), no es otra cosa que escalfarlos, más que freírlos, lo que llevó al profesor Gregorio Varela, presidente de la Fundación Española de la Nutrición, y Premio Grande Covián 2000, a tener que demostrar durante la I Conferencia sobre la Fritura de Alimentos, celebrada en 1986, que lo que la popular vieja –presumiblemente la suegra del pintor— está haciendo en el cuadro es freír huevos con aceite, no suscitándose duda alguna.
Tres han sido, pues, los diferentes vientos que han hecho girar las veletas del entorno, el paisaje y el paisanaje, de lo que se hado en llamar la Cultura del Mediterráneo: El trigo, la vid y el olivo. Vientos culturales que nos dejaron como un soplo tres símbolos tangibles y omnipresentes: el pan de cada día; el que compartido en una comida crea lazos indisolubles y difíciles de olvidar, vínculos que el saber popular inmortaliza en sencillos adagios: «convidados, los que comparten la comida; compañeros, los que comparten el pan». El vino, del que se ha llegado a decir que es la parte intelectual de la comida, y cuya medida la dejó prescrita a sus monjes San Benito: «Vale más tomar un poco de vino por necesidad que mucha agua por avidez». Y el aceite de oliva virgen extra, el único que puede ser llamado así pues sólo él brota de las entrañas de la aceituna por simple presión, como un íntimo abrazo en el que se han fundido las culturas del Mediterráneo: la de la Grecia clásica, la de la Roma del imperio, la de los judíos de la Diáspora, la de los árabes califales, y la de los cristianos, guerreros de cruzadas, monjes de abadías y navegantes de océanos por descubrir.
Aceite de oliva virgen, hijo del olivo que sobrevivió al fango del Diluvio de Noé, según refiere la Biblia, surgido del árbol de la sabiduría de la griega Atenea, de la romana Minerva, que cambió la guerra en paz y las lanzas en olivos. Aceite santo con el que los hebreos ungían a sus reyes. El mismo que Jacob derramó sobre la piedra que le había servido de cabecera en su sueño celestial, consagrando su relación con la presencia divina Betel, al ungir con aceite la roca sobre la que se había quedado dormido. Es el aceite de oliva virgen, aquel que no ha tenido relaciones químicas con otras sustancias, aquel que encierra la magia de su pureza en las palabras de El Corán, libro sagrado del Islam: «El aceite es tan limpio que resplandece, aunque no lo toque ningún fuego».
Durante la Edad Media en la España cristiana el destino principal del aceite de oliva no fue para ser consumido como ingrediente culinario, sino para utilizarlo en los oficios litúrgicos, ya fuera como santo óleo de unción o como combustible de lampadario. El aceite consagrado el Jueves Santo se distribuía entre todas las parroquias, como sucede también ahora, debiendo durar todo el año. También los candiles para alumbrar que ardían en los altares debían ser alimentados exclusivamente con aceite de oliva, utilizándose así mismo desde antiguo como ingrediente de ungüentos sanadores.
Veamos algunas citas al respecto que aparecen en los textos bíblicos:
“Tú preparas ante mí una mesa frente a mis adversarios; unges con óleo mi cabeza, rebosante está mi copa.” (Salmos 23:5)
“De la planta del pie a la cabeza no hay en él cosa sana: golpes, magulladuras y heridas frescas, ni cerradas, ni vendadas, ni ablandadas con aceite.” (Isaías 1:6)
“Expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.” (Marcos 6:13)
“¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor.
Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados.” (Santiago 5:14-15)
Serían las órdenes religiosas, por tanto, las que poseerían desde el Medievo la parte más significativa de los olivares en cultivo, obteniendo con ello la mayor producción del aceite de oliva, cultivo, elaboración y consumo que compartían en un principio con judíos y musulmanes, y, después de la expulsión de éstos y aquellos, lo hubieron de hacer con los conversos que se quedaron a vivir en los reinos de España como nuevos cristianos, que en la mayoría de los casos no renunciaron en la intimidad a sus antiguas costumbres, es decir, compartían el aceite con lo que los cristianos viejos llamaron marranos y moriscos.
En los monasterios se distribuía cada día entre los monjes el aceite necesario y suficiente para sazonar sus comidas, pero sin despilfarro y sin codicia. Al respecto, una piadosa tradición cuenta que un día escaseando tanto el aceite entre las hermanas de su comunidad, incluso hasta para las más enfermas, Santa Clara (1193-1253) tomó una vasija y la puso fuera de los muros del convento, encontrándosela llena de aceite de oliva al ir a recogerla, teniéndose el hecho por un milagro como el de la multiplicación de los panes que en el refectorio de su comunidad también llevó a cabo la santa de Asís y paisana de San Francisco.
Pese a todo, el aceite de oliva ha tenido que padecer verdaderas cruzadas en las que se le ha tachado de plebeyo y heterodoxo, alimento propio de judíos y moriscos que se erigieron en sus albaceas cuando la cultura popular cristiana dominante lo rechazó, aunque paradójicamente se utilizara en los conventos, como ha quedado visto, y el propio San Isidoro de Sevilla (560-636) glosara sus bondades.
A principios del siglo XVII hay una recesión en el cultivo del olivo en España, y a ello contribuye de forma decisiva la expulsión en 1609 de los moriscos, que tan buenos conocedores eran de las prácticas agrícolas. Se cierra así un ciclo iniciado en la cultura oleícola hispanorromana, a la que seguiría una pérdida de interés de los visigodos por este cultivo, cuando ante las invasiones de los pueblos que los romanos llamaron bárbaros, el latín, junto al conocimiento heredado de la Antigüedad, la cultura culinaria y la olivicultura se habían refugiado en los monasterios. La llegada y posterior establecimiento de los árabes en suelo hispano hizo que aconteciera un nuevo auge del olivo, que culminaría en el reinado de los Reyes Católicos, en las fechas en las que América fue descubierta por Colón (1492), cuando se llegaron a plantar hasta cuatro millones de olivos, siendo entonces cuando una emulsión de aceite en agua con vinagre y unas migas de pan remojado, el gazpacho, acabe convirtiéndose en la base de la dieta alimenticia de los habitantes del sur de Europa.
Pero alguna esencia mágica de la divinidad que ha alimentado todos los tiempos y todas las culturas deberá tener el aceite de oliva virgen en su pureza, cuando con él nos ungen al llegar a la vida en el rito bautismal, y con él nos despiden al ungirnos cuando nos morimos. Es por ello por lo que, si con aceite de oliva virgen nos reciben cuando a la vida del cuerpo y del alma venimos, y con aceite de oliva virgen nos dan la última unción cuando la vida se nos va, justo es que, con el mejor de los aceites de oliva, el virgen extra, santifiquemos los alimentos que nos mantienen en ella. Es por tanto el aceite de oliva virgen, ante todo, el que le da sabor al universo cotidiano que nos rodea, el que atenúa la sequedad de las fibras de la carne, el que exalta lo suave, el que recrea lo dulce, el que atempera los gustos demasiado fuertes, el que lleva el sabor de las viandas al nivel deseado, el que en las cosas del paladar no se discute.
La conjunción de los tres elementos de la cultura alimenticia del Mediterráneo ha sido una constante durante casi cuatro mil años, y sigue siéndolo ahora ya en el siglo XXI. Entre los 25 y 46 grados de latitud norte, el olivo ha encontrado su patria sin más fronteras que allí donde desaparece la tibieza húmeda del Mediterráneo. Su importancia cultural ha quedado patente en cómo los más antiguos alfabetos del Próximo Oriente otorgaban al olivo, delta, el cuarto lugar en el orden de las letras cósmicas, después del buey, alfa; la casa, beta; y el camello, gamma. Pueblos en los que tomar aceitunas negras a la sombra de un olivo con pan y queso de oveja era manjar propio de reyes. Tierras en las que, al aceite de oliva virgen, el verde dorado, llamaban aceite de agua zayt al-ma´, el aceite dulce que empleaban en sus mejores recetas, el primer aceite virgen salido de las aceitunas de mejor calidad. Nace en el mundo árabe el gusto por los fritos donde la isfiriya, o tortilla de huevos con sal, pimienta, cilantro seco, agua de cilantro verde, agua de menta, un poco de azafrán, un poco de levadura, comino, ajo majado y canela, cuajada en aceite de oliva virgen, se dobla sobre si misma hasta parecer canjilones de una noria.
Horacio por su parte, se deleita con los ova mellita, huevos con miel cuya receta requería dos onzas de miel por cada huevo. Marco Gavius Apicio (siglo I, tiempos de Tiberio), de cuya muerte –suicidio–, nos da noticia Seneca, en su libro De re coquinaria, nos da la receta de lo que él llama ova, sfongia ex lacte (tortilla de leche), parecido a las tortillas que le gustaban a Horacio, cuya traducción del latín podría ser ésta: «Se baten cuatro huevos en una hémina [1/4 litro] de leche, una onza [30gr] de aceite. En un recipiente adecuado [patellam, lo llama él] se calienta un poco de aceite al que se añade la preparación anterior. Cuando se haya cuajado por un lado se le da la vuelta y se cuaja por el otro. Se rocía todo con miel, se espolvorean con pimienta y se sirve.»
O aquellas otras recetas donde el aceite de oliva virgen atenuaba el sabor de la grasa del cordero e incluso le daba sabor a la leche, como es el caso de la muhlabiya, plato sabroso con el que un cocinero de Persia sorprendió a su vecino Muhlab ben Abi Safra, como nos cuentas las crónicas medievales. Por su parte, las gentes de la antigua Grecia tenían en el acónito su principal comida: pan mojado en aceite de oliva virgen y vino, acompañado de aceitunas, alguna carne y algún que otro pescado en salazón.
¿Qué si no han sido, y siguen siendo, nuestras tradicionales migas de pan en la dieta de las gentes de nuestros campos? De todos los platos que dan sabor a nuestra cocina, son las migas de pan, en su modestia rural, el más claro símbolo de la hermandad comunal, hermandad cultural que ha prevalecido durante siglos y a través de las cocinas regionales. Las migas, para que lo sean del todo, han de prepararse en amor y compaña. Entre todos se pica el pan, uno lo remoja y lo escurre a estrujones, otro prepara la sartén y vierte en ella el aceite de oliva virgen, otro pela los ajos y lava los rábanos, otro corta los torreznos, los chorizos y la morcilla para ser fritos, otro pela las sardinas arenques prensadas en cubas de madera, otro abre el melón y lava las uvas, todos las mueven para que no se quemen y por el antiguo rito gastronómico de nuestra cocina que es el de la cuchará y paso atrás, entre todos dan cuenta de ellas en el crisol inmenso de la sartén campera. Y la bota de vino de capitana, dando vueltas en el corro para que todo se haga como ha de hacerse, en su orden y en su concierto. Y en la tramoya, sin ser visto, el supremo hacedor de sabores, portador del secreto de que el pan sea uno en el universo de todos los ingredientes, el aceite de oliva virgen. No en vano la cultura popular nos ha dejado dicho que «dos que no se llevan bien, no hacen buenas migas». O aquel otro: «Aceite de oliva, todo mal quita», donde se intuyen y presienten desde la sabiduría popular sus virtudes medicinales, o este otro que completa al anterior: «Úntate con aceite, que, si no sanares, te pondrás reluciente».
Valgan estos ejemplos de la isfiriya andalusí, la ova mellita romana, la muhlabiya persa, el acónito griego y nuestras migas de pan, como referentes, tomados entre otros muchos posibles, de la cocina popular y tradicional, supremo arte de la paciencia, que, llegado el caso, nos hace paladear la Historia misma desde la sencillez del pan, el vino y el aceite de oliva virgen, unidos en sublime armonía.
Pero el aceite de oliva virgen, en un afán de universalidad, no quedó ceñido a la cuenca mediterránea, y aceptó de buen agrado los frutos que vinieron de América. ¿Qué hubiera sido de nuestras «pipirranas», de nuestros gazpachos, de nuestras salsas vinagretas, de nuestras ensaladas de verano, preludio de siestas en tiempos de siega y brindis al sol de botas de vino, sin el tomate, el pimiento y la patata que del Nuevo Mundo vinieron para descubrir los sabores de la Vieja Europa, del Mediterráneo antiguo eternamente joven y nuevo?
Y también desde la extrema sencillez, el aceite de oliva virgen, sin más compañía que el ajo y la sal, ha hecho una patria común de sabores en el «all-i-oli», ingredientes que, acrisolados en el cuenco del mortero de mármol o de loza, nunca de madera, ya se conociera en la vieja Roma, siendo desde entonces padre de todas las salsas, compañero reparador de carnes y pescados como nos viene a decir el viejo refrán coquinario: «A carne tiesa, salsa espesa».
La cocina tradicional, la del aceite de oliva virgen lo es sin duda, es una cocina estrechamente relacionada con el entorno natural de cada sitio, elaborada con todo aquello que tenemos cerca, al alcance mismo de la mano en el mercado de la plaza del pueblo, remansada y decantada a través de la imitación y la costumbre mimética traspasada y enriquecida de generación en generación. La cocina que Jean-François Revel llama sabia, la que innova, imagina y crea, se expone muchas a veces a tirar por derroteros que no hacen otra cosa que incitar al amante de la buena mesa al obligado retorno a la cocina del terruño, a la cocina tradicional y popular. Es por ello por lo que el guisandero innovador y creativo, el de la cocina sabia, que pierde los referentes y el contacto de la cocina popular, de la tradicional, rara vez conseguirá combinar algo realmente exquisito y no será más que un mero expendedor de billetes de retorno hacia la cocina de toda la vida. Es el aceite de oliva virgen uno de los eslabones y referentes obligados donde la cocina de siempre evoluciona, sin perderse, hacia una cocina innovadora e imaginativa.
Desde que el mundo es mundo, y aquellos aludidos monos del principio, ancestro de lo que hoy somos o pretendemos ser, una vez descubierta la cocina, la palabra y la risa, en animada tertulia echaron a rodar la mesa monte abajo descubriendo así la rueda, nos hemos venido preguntado cuál es el número perfecto de comensales que han de sentarse en concordia para dar cuenta de viandas en una amena charla. Ya en la vieja Roma nos dejaron dicho: «Han de ser más de las Tres Gracias y menos de las Nueve Musas», es decir, que se hace imprescindible que estén al menos la armonía física, la espiritual y la belleza, Eufrosina, Talía y Aglae que las tres gracias son. Y debe estar presente, al menos, la elocuencia de Caliope, las estrellas de Uranía, la mímica de Polimnia, la erótica de Erato, el movimiento estético de Terpsícore, el teatro de Talía y Melpómene, la música de Euterpe, y las leyendas de Clío.
El ya referido Brillat-Savarin, tenido como el primer gran escritor gastronómico desde las postrimerías del siglo XVIII, nos habla de la décima musa, de nombre Gasterea, que preside los deleites del paladar. Invitémosla, pues, también a nuestra mesa y como diosa encomendémonos a ella, madre de la Cultura Gastronómica, y ofrezcámosle como tributo los diferentes aceites de oliva, la mayoría producidos con las variedades de aceitunas “picual”, “picudo” y “hojiblanca”, que son afrutados, ligeramente amargos y huelen a la fragancia de las hierbas recién cortadas. Entre sus mejores cualidades cuentan con la gran resistencia que muestran al enranciamiento, gracias a la significativa cantidad de vitamina E que poseen. Son los aceites ideales para guisar pescados –únicos para oficiar un bacalao al pil-pil–, sofritos, guisos de cuchara, estofados, escabeches y todos aquellos platos que contengan ajo. Son especiales para endulzarles el corazón a las amargas alcachofas, o a sus primos los alcauciles o alcanciles, una de las tapas tabernarias éstas más antiguas de Andalucía.
Los aceites procedentes de la variedad “hojiblanca” están especialmente indicados para preparar los ajoblancos –ya sean de almendras o de habas secas- y los salmorejos cordobeses, del mismo modo que no hay nada como un aceite de oliva picual para atenuar el amargor de los espárragos trigueros, o para preparar en tortilla los “espárragos de piedra” que se dan en Sierra Morena, o para dar cuerpo a las “espinacas esparragadas” que se preparan en la ciudad de Jaén, con su picatoste y sus ajillos majados dando réplica al sabor frutado de estos aceites. Para urgir los platos preparados con setas primaverales nada como un “picual” de las Sierras de Segura y Cazorla, o de la denominación de Sierra Mágina, también en Jaén. “Picual”, también, para preparar una antañona y exquisita salsa en la que confluyen las tres culturas mediterráneas acrisoladas en las ensaladas con productos de nuestras huertas.
Veamos, sino, su receta: “Junto a un chorreón generoso de aceite de oliva picual virgen extra, se bate una cucharada de miel de abeja, otra de mostaza, y otra de un buen vinagre amontillado, y se incorpora a la ensalada sin más”. “Picual” para preparar el “remojón” de los moriscos de la Alpujarra elaborado con naranjas, cebolletas, tiras de bacalao, y aceitunas negras –conjunción de sabores agridulce como la vida misma–.
En la misma tónica y para las mismas aplicaciones habrán de utilizarse los aceites de Toledo, obtenidos de la variedad de la aceituna “cornicabra”, ligeramente amargos y picantes. Por su parte, los aceites del norte, como los del Bajo Aragón, se obtienen primordialmente de la variedad de la aceituna “empeltre”. Son viscosos y dulces, de paladar fino y con una mayor tendencia al enranciamiento. Son perfectos para elaborar mayonesas –sin tener que acudir al girasol–, o para condimentar platos ligeros de la llamada “nueva cocina” que requieren unos aceites cuyo sabor se quede siempre en un segundo plano para no eclipsar a los sabores protagonistas. Debido a ello son idóneos para preparar también los “ajoblancos” y algunas “pipirranas” en las que queremos que prevalezca el sabor del tomate.
Los aceites catalanes se obtienen de la variedad de aceituna “arbequina”, con olor a frutos secos que en muchos casos nos recuerdan la fruta verde. Son los adecuados para aliñar las ensaladas elaboraras con verduras de hojas amargas como la escarola, la endibia, la achicoria, los berros, el diente de león, la ruqueta o el jaramago, siendo los más indicados, como no podía ser de otra forma, para aliñar el muy afamado “pa amb tomaquet“ (pan con tomate) tan significativo en la cultura culinaria catalana. Están especialmente indicados para preparar el allioli -la salsa madre del Mediterráneo- siendo únicos para freír unas habas con cebolleta y jamón serrano.
El aceite de oliva virgen extra está adquiriendo, por méritos propios, los buenos usos y costumbres que tradicionalmente han adornado la gastronomía del vino, pero sin los tremendismos pitanceros de éstos, sin cursiladas ni amaneramientos innecesarios, y, sobre todo, a un precio más razonable y justo. No olvidemos que en la mayoría de los casos el vino es una inmejorable compañía de la comida, pero el aceite de oliva virgen extra es casi siempre la esencia misma del buen guiso que comemos. Al igual que con los vinos, habremos de afirmar que una buena comida se “merece” siempre un buen y adecuado aceite de oliva, y un mal guiso siempre “necesita” de un buen aceite que la remedie para no ser devuelta a los “corrales culinarios”, si es que se nos permite el símil taurino.
Decía el filósofo griego Platón –por seguir con otro filósofo- que para amarse es necesario conocerse, si bien es cierto que la mayoría de las veces nos queremos porque no nos conocemos. Conocer el aceite de oliva virgen extra –ese gran desconocido– es una tarea imprescindible para querer, y sobre todo defender, nuestras también ignoradas raíces culturales, las que nos hacen mantenernos en pie al socaire de los vientos que agitan la identidad irrenunciable de lo que somos, y de lo mucho que podemos mejorar, sin renunciar a nada esencial de nuestras entretelas gastronómicas.
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