POR JOSÉ ANTONIO MELGARES GUERRERO/CRONISTA OFICIAL DE CARAVACA Y DE LA REGIÓN DE MURCIA
Una de las más raras, pintorescas y ancestrales costumbres populares caravaqueñas, vinculadas al ciclo de la Cuaresma, con la que concluía la Semana Santa y se iniciaba la Pascua, era el desaparecido “Aleluya”, que tenía lugar en el espacio urbano de la calle Mayor que confronta la fachada sur de la iglesia de El Salvador, entre la “Esquina de la Muerte” y la confluencia con la calle del “Colegio”, durante la mañana del “Sábado de Gloria” (actual Sábado Santo), coincidiendo con el repique de campanas con que se anunciaba al pueblo cristiano la resurrección de Cristo.
A las puertas del templo citado se concentraba un número considerable de personas, hombres exclusivamente, pertenecientes generalmente al gremio de los alpargateros, y también braceros y obreros no cualificados, que forcejeaban entre ellos por la obtención de las monedas que desde los balcones de los edificios circundantes echaban a la calle las personas allí congregadas, y las que eran obligadas a desembolsar cuantos audaces transeúntes frecuentaban el lugar, ignorantes de lo que se celebraba o amantes del peligro contra su propia integridad física. El festejo constituía un verdadero alarde de fuerza corporal en el que a veces se medían rivalidades personales, profesionales o de barrio y que en ocasiones (fue la excepción) exigió la presencia de las fuerzas del orden.
El origen de la celebración intuyo se remonta al S. XVIII, aunque carezco de documentación que avale mi afirmación. En esos años y durante todo el S. XIX y primera mitad del XX, los sacerdotes que participaban en los oficios divinos que conmemoraban la Resurrección del Señor, en la mañana del entonces “Sábado de Gloria”, arrojaban desde el gran balcón que corría sobre la fachada principal del Salvador, estampitas con grabados populares que representaban escenas de la vida y muerte del Redentor. Estas estampas llevaban impresas en su reverso unas breves estrofas ripiadas, o “aleluyas”, alusivas a la alegría del momento, que la gente que salía de la iglesia, y sobre todo los niños, recogían y coleccionaban. Imagino que ya entonces se producía el natural revuelo por la obtención de más cromos que el vecino, y por ese no menor natural afán español de acaparar afanosamente todo aquello que se nos reparte de manera gratuita (de cuyos ejemplos tantos tenemos).
En alguna ocasión, quizás para motivar al público indolente, mezcladas con las estampas, debieron caer a la calle algunas monedas de poco valor, lo cual, como es lógico, logró captar nuevos adeptos a quienes guiaba el interés lucrativo más que el lúdico o coleccionista. Con el correr de los años se acabaron las estampitas y la lluvia de calderilla se extendió a todo el espacio vial, participando los vecinos y sus invitados, quienes se divertían de lo lindo contemplando las filigranas de quienes participaban, en su inmensa mayoría personas indigentes o de pocos recursos económicos, que se las ingeniaban para obtener unos irrisorios ingresos con los que aumentar mínimamente el ínfimo jornal diario de la época, necesario para sacar adelante a la familia.
Nunca existió una normativa que regulase el festejo o ceremonia festiva de fuerza que cada año se libraba en aquel lugar. Tampoco había un horario regular para su desarrollo. El comienzo se fijaba al “toque de gloria” desde la torre parroquial y concluía cuando a los “patrocinadores” se les vaciaba la bolsa. Tampoco era constante la lluvia de monedas y, entre tanto caían o no, se obligaba a “retratarse” al incauto transeúnte que por allí se atrevía a pasar, llegando incluso al “manteo” sin concesiones, si éste se resistía. Cuando de conseguir lo que desde el balcón o desde la propia vía pública se arrojaba, el griterío arreciaba y unánimemente se gritaba “aleluya, el que la coja es suya”, corriendo a borbotones los participantes, tras los céntimos o “perras” que entonces tenían su valor.
El festejo desapareció por sí solo. Nadie lo prohibió ni nadie lo echó de menos. Las reformas litúrgicas de la Iglesia, ocurridas en los últimos años cincuenta del pasado siglo, que afectaron a la celebración de la Semana Santa, y que trasladaron a la noche del sábado la función solemne de la Resurrección (que hasta esas fechas tenía lugar en la mañana del mismo día), favoreció la desaparición de esta costumbre festiva, la cual languidecía, también, gracias al aumento del poder adquisitivo de las clases populares, quienes ya no luchaban “a brazo partido” (aunque de broma fuese) por la obtención de unas “perras”, entre el escándalo callejero, que casi nunca llenaba la caja de betún de un limpiabotas. “El Aleluya”, como popularmente se conocía este acontecimiento anual local caravaqueño, tuvo tantos detractores como adeptos y fue muy comentado durante semanas “el manteo” que en cierta ocasión los participantes dieron al fiscal municipal Vicente Recuero Cepeda cuando, desconocedor de lo que acontecía, pasó por allí y no atendió a las demandas de arrojar dinero al público concentrado.
Hoy día, cuando mucha gente no se detiene en la calle a recoger una moneda que brilla perdida sobre el asfalto, sería éste un festejo obsoleto. Sin embargo tuvo su época de gloria, y no podemos negar que constituye un aspecto más del rico patrimonio etnográfico caravaqueño, ya depositado en la alacena del recuerdo de los mayores. Quien esto escribe asistió, o más bien contempló el “Aleluya”, en su niñez, como espectador, desde los balcones de su domicilio frente al templo del Salvador.
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