POR EDUARDO JUÁREZ, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Hace ya algunos años, no quiero saber cuántos, tuve la suerte de conocer a Ángel y a Teresa en una agradable comida en Collado Mediano, entre editores, páginas escritas y por escribir, organizada por Herminio Gas, también editor y amigo del alma. Entre sopas de cebolla y vinos castellanos, hablamos hasta el atardecer pergeñando un maravilloso libro que vería la luz un año y medio más tarde con las memorias del falaz y desengañado brigadista internacional belga, Nick Gillain, con el sello Interfolio que ambos defienden desde tiempos inmemoriales para que los amantes de los viajes puedan mantener viva su pasión.
El caso es que desde aquella sobremesa eterna con el regusto de la deliciosa sopa de cebolla de Tomás, Ángel, Teresa y un servidor nos hemos mantenido juntos en la distancia, buscando qué viaje o viajero nos habrá de reunir una vez más. Y en todos estos años de dolorosa separación, en mi cabeza sigue rebotando la obsesión de Ángel por un explorador de grandes bigotes rubios, mirada penetrante y rostro seco como la mojama. Ya saben, uno de esos tipos que lo mismo exploraban el Polo Norte, que impartía docencia en la Universidad de Christiania, participaba en campeonatos de esquí y patinaje, promovía la independencia de Noruega o se batía el cobre en la Sociedad de Naciones para gestionar la avalancha de refugiados y prisioneros de la Primera Guerra Mundial, ganando en consecuencia el Premio Nobel de la Paz en 1922. Este chicarrón del norte a quien tanto aprecia mi amigo Ángel Sanz y cuyas aventuras ha publicado y reeditado varias veces, fue Fridjtof Nansen. Una persona de leyenda de verdad. De aquellos que no necesitan que se construya un personaje entorno a él tras su fallecimiento, porque nada más se puede decir de su sombra de lo que en vida mostró a la humanidad. Como diría Ángel, un pedazo de noruego.
Lo sorprendente del asunto es que, desde el primer momento en que Ángel y Teresa empezaron a contarme las aventuras de Nansen, relatadas por él mismo en el libro “Hacia el Polo”, un servidor, que no deja de ser Cronista, no pudo dejar de pensar que en este Paraíso donde tengo la suerte de vivir hay sitio para todos. Incluso para algún que otro noruego. Y explorador, para más señas. Fue entonces que empecé yo a hablarle de Birgen Sörensen. Noruego igual que Nansen, nacido en Fredrikstad, misma provincia, quince años más tarde, Sörensen, quizás conocedor de la inmensa personalidad de su paisano, quizás infectado por la misma pasión de aquel por la naturaleza y la prospección, llevó consigo el amor por el esquí y los deportes de montaña allá donde estuvo en su corta vida.
Y, como ya estarán imaginando, estuvo en el Real Sitio de San Ildefonso. Representante de la división de la empresa maderera familiar, sita en la Calle Argumosa de Madrid, solía visitar con frecuencia la sierra del Guadarrama para comprar materia prima a la Sociedad Belga de los Pinares del Paular. Como tantos otros, antes y después, quedó prendado de la belleza salvaje de las montañas hasta el punto de proponerse recorrerlas ya fuera a pie o esquiando.
En el primero de los supuestos, contó con la ayuda de alguno de los primeros guadarramistas confesos y ocasionales vecinos de este Paraíso como fue Manuel Bartolomé Cossío, cuyo nombre identifica una de las puertas del Jardín del Rey, nuestro olvidado vecino Augusto Arcimís y un nutrido grupo de entusiastas del krausismo, miembros todos ellos de la Institución Libre de Enseñanza creada por Francisco Giner de los Ríos.
Para el segundo de sus placeres, Sörensen tuvo que, sencillamente, enseñar a los compañeros de paseo, puesto que aquí nadie había hecho nunca nada parecido. Así que, fabricando los esquíes en la sede de la calle Argumosa, este noruego apasionado por la montaña nevada dio inicio en este Paraíso a los deportes de invierno patrios que tantos paisanos disfrutan en la actualidad. Ya fuera desde Rascafría al Reventón, por el Ventisquero de la Condesa del Real De Manzanares, Doña Francisca de Silva, bajando hacia el puerto de los Neveros o desde la Bola del Mundo hasta el Puerto de Coto por la Loma del Noruego que decimos ahora en su memoria, este grupo de insensatos sobre esquíes de madera y capitaneados por Birgen Sörensen y su capataz, Sigurd Christiansen, iniciaron esta práctica deportiva en nuestro país en el paso del siglo XIX al XX.
No crean, sin embargo, que sorprendí a mis amigos. Conocedores de viajeros y exploradores de leyenda, eran conscientes de las peripecias de Sörensen para implantar el esquí en España. Lo que desconocían, como muchos de mis vecinos y frecuentes visitantes de la citada loma, era su huella en la toponimia del Paraíso. Desgraciadamente, las personas pasan por la historia de forma inconsistente. Algunos como Nansen lo llena todo, merecidamente, pero provocan que en la sombra quede un mundo inmenso y maravilloso que aún hoy espera ser descubierto. Como las pasiones de Sörensen o la curiosidad de Cossío. Como el amor por la naturaleza de la Institución Libre de Enseñanza y el germen que dejaron en este Paraíso para que más de un siglo después sea considerado Parque Nacional y Reserva de la Biosfera.
Bien está lo que llega justamente, aunque sea tan tarde. Ahora, no me dirán que una banderita noruega allí arriba y una placa con el nombre de Sörensen no son de recibo. Venga, cojamos los esquíes y alegremos el descanso eterno al bueno de Birgen.
Fuente: https://www.eladelantado.com/
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