POR RAFAEL SÁNCHEZ VALERÓN, CRONISTA OFICIAL DE INGENIO (CANARIAS)
Cuando aún no se ha dado por extinguido el pavoroso incendio desatado en nuestras medianías y cumbres, desde Ingenio -cuya cumbre ha sufrido de forma reiterada el castigo de las llamas- escribimos esta “crónica” a modo de reflexión histórica, de una Isla que ha sido especialmente maltratada por grandes catástrofes y calamidades, tanto en su territorio como en sus pobladores a lo largo de su historia. A los incendios se unen temporales, hambrunas, plagas, años “ruines”, epidemias, conflictos, invasiones piráticas… que se han ensañado de forma virulenta contra Gran Canaria y por extensión contra el resto del archipiélago. Lo de Islas Afortunadas, Jardín de las Hespérides, Campos Elíseos… nos parece una pesada broma o un cruel sarcasmo, si atendemos al devenir histórico de nuestra tierra. Catástrofes que durante siglos han hecho sufrir a nuestros antepasados el desarraigo al tener que abandonar su suelo en un sangrante proceso migratorio.
En el plano etnográfico, la sabia voz popular ha sabido tomar como referencia estos desgraciados acontecimientos y situarlos como reseña cronológica a la hora de localizar y analizar otros de índole diversa que se desarrollan en la misma época. El cronista que suscribe, en su niñez, ensimismado por los relatos de sus padres y abuelos, ponía especial atención cuando situaban sus narraciones en torno a lo que sucedió en determinados años; un acertado medio para establecer el espacio-tiempo de lo acaecido en el pasado. Así, se aludía al “año del hambre” a aquel 1.847, cuando la carencia de lluvias, unida a la epidemia de fiebre amarilla causó gran mortandad en la población y la diáspora de los que contaban con algunos recursos en un desesperado viaje a América en busca de medios de vida. Poco tiempo pasó hasta llegar al aciago “año del cólera” en 1851, quizás la mayor de las catástrofes humanas en la historia reciente de Gran Canaria, donde buena parte de la población cayó bajo las garras del terrible mal. Llegados al siglo XX, fue 1.926 al que se llamó “el año del temporal” cuando un extremado aguacero precedido de “viento del sur” se desató en la noche del 16 de enero, arrasando los cultivos y construcciones en los cauces de los barrancos. La última referencia conocida la encontramos en 1954, al que se llamó “el año de la cigarra”; vegetación y cultivos fueron arrasados por el voraz insecto, al igual que los plaguicidas que desde los aviones se lanzaban para su exterminio, matando por igual a la fauna local.
Nos sentimos consternados, tristes y dolidos; impotencia, indignación y rabia nos invade al ver desertizar poco a poco nuestra tierra, alterarse el paisaje y desaparecer nuestras especies vegetales y faunísticas, únicas en el mundo. Cuando se produce una catástrofe de esta naturaleza nos parece que se desgarran nuestras carnes. Nos queda la sensación amarga de que las cosas no se están haciendo bien. La naturaleza y la insensatez humana se ha cebado contra nosotros.
Que el “año del fuego” marque un antes y un después en la salvaguarda de nuestro patrimonio, con el deseo y la esperanza que las generaciones futuras no tengan que hablar de un nuevo desgraciado año.
(Periódico de Las Palmas «La Provincia» el pasado miércoles 28 de agosto, pág. 11)
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