POR FERNANDO JIMÉNEZ BERROCAL, CRONISTA OFICIAL DE CÁCERES
Mi madre, que este año hubiese sido centenaria, era muy de unir nombres para definir los principales hechos históricos que ella había conocido a lo largo de su vida. Había nacido en el año de la gripe, 1918. El año 31 era el de la República y el 36 el de la guerra. Después de la guerra vinieron el año del hambre, 1940 y el año de la muerte de Franco, 1975. En mi casa todos sabíamos a qué se refería, cuando nos hablaba de las penas y vicisitudes que tuvieron que sufrir aquella generación que nacidos durante el reinado de Alfonso XIII conocieron una monarquía, dos dictaduras, una república y una democracia parlamentaria, con una guerra de por medio. Sus reflexiones sobre el «año del hambre» siempre fueron acompañadas de ejemplos, por medio de los que trataba de ilustrar a sus hijos, sobre una de las etapas mas tristes que le había tocado vivir.
La Guerra Civil finaliza el 1 de abril de 1939, atrás quedaban 2 años, 9 meses y 15 días que habían sembrado de muerte y de lutos la mayor parte del territorio nacional. Aquella España de los años 30, colmada de desequilibrios sociales y carente de infraestructuras en todos los sentidos, se había convertido en campo de batalla, sin importar las consecuencias que ello habría de causar a gran parte de sus habitantes. Los campos quedaron arrasados, la industria destruida, las escasas vías de comunicación inservibles, los recursos de subsistencia aniquilados y muchas familias desmembradas. No es de extrañar que al año posterior a la finalización de la guerra, se le conociese por sus coetáneos como «el año del hambre».
El Cáceres de 1930 tenía poco más de 25.000 habitantes. En 1940 la población había aumentado de manera considerable, hasta los más de 39. 000 habitantes. La ciudad que había vivido en retaguardia permanente durante el conflicto armado, se había convertido en destino para muchas personas venidas desde los pueblos cercanos. El año del hambre no pasaría desapercibido para aquellos cacereños que les tocó desenvolverse en una ciudad de desolación y necesidad, carente de recursos sanitarios y alimenticios, donde el Auxilio Social, las cartillas de racionamiento, el estraperlo, las enfermedades, los piojos y el hambre campeaban a sus anchas. Una ciudad, donde el salario de un trabajador en 1940 estaba entre 1 y 5 pesetas al día y el precio de los alimentos básicos se había disparado, llegando a costar 2,80 Pts. el litro de aceite, 4,50 Pts un kilo de tocino o 2,20 el kilo de garbanzos. Por mencionar algunos de los alimentos básicos de los más humildes, pues el acceso al jamón que se vendía a 17 Pts el kilo o el solomillo a 8,45, eran prohibitivos para la mayor parte del vecindario. Esta situación se remataba con el desarrollo de enfermedades tanto infecciosas como digestivas, la falta de leche de vaca por no haber piensos para su alimento y en consecuencia, disminuir la producción lechera, las enfermedades de las cabañas ganaderas, como la brucelosis en las cabras o la tuberculosis vacuna y para concluir, la infección de las fuentes públicas de la ciudad de las que se abastecía gran parte de la población. Un escenario que facilitaba el impulso de la miseria y la indigencia. Como me dijo hace años, Sebastiana, veterana alumna del Aula de Tercera Edad, «en Cáceres hasta desaparecieron las cigüeñas.