
POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Terrible es el mensaje que uno ve en el árbol caído. Tumbado sobre la tierra que lo sustentaba, el antaño orgulloso mástil ahora sucumbe al festín de insectos y hongos, ávidos de una porción de aquella engreída madera. Despanzurrado sobre un solio que ya no lo admite, el despojo ha perdido la honorabilidad que lo aupaba por encima de arbustos y roquedales, meciéndolo al pairo de los mistrales serranos, encantados estos por la danza de un millón de copas vivas, palpitantes ante el más mínimo resquicio de aquilón.
Encaramados sobre viejos bolos de pardos esquistos y blancuzcos granitos, los primos de aquel que hoy yace en el barro de la deshonra ni se molestan en echar rama alguna a quien ha sido incapaz de sostener las brozas que divisaban, allá en el lejano oeste, el Montón de Trigo. Como si no quisieran saber nada del caído, extienden sus raíces para hacerse con el hueco que tronco y raigón han dejado en el terruño del pinar. Mueven con soltura el ramaje hacia el claro y, si se lo permite su propio fuste, son capaces de dejarse ir hacia esa claraboya repentina nacida de la deserción del que yace panza arriba entre níscalos aliviados y pimpollos espantados por el tremor de semejante derrumbe.
Alguna vez ocurre que, atento al crujido de la raíz, el caído consigue orientar el desmoronamiento hacia algún grupo de congéneres distraídos para, aprovechando la fortaleza de ramones y jóvenes astiles, apoyarse lo justo para que los cimientos sigan bien cubiertos de mantillo, protegido el sustento y libres de viejos parásitos. Estos aprovechados, robando un instante a la fatalidad, se convierten en hermosas hipotenusas que evitar en el paseo por el bosque, no sea que algún vientecillo despreocupado dé al traste con tanta matemática infusa. Para su desgracia, tenido sobre el esfuerzo de los demás poco se ha de sobrevivir, por mucho que las raíces sean fuertes y el sustento continuo. Ahora, si uno puede evitar cruzarse con alguno de aquellos, mejor tomar el rodal más cercano. Que no les arriendo las ganancias, si uno de aquellos mantenidos por el suspiro ajeno tiene la mala baba de caerse en su compañía, aunque sea de lo más plausible entre la majada Mayoral y Majalascabras.
Y es que, desde hace un tiempo ya lejano, el bosque de Valsaín se ha convertido en una suerte de moraleja constante entre tanto pino caído, tumbado, desmoronado y palpitante por caminos y veredas. Cruzados o tronzados, arrancados por el viento del este o vencidos por la carga de nieve o la lluvia lacerante que empapa el suelo hasta hacerlo barro infame, el bosque ha tornado en un gimnasio para caminantes donde pino desternillado y raigón explotado convierten cada paso que damos por el corazón del pinar en una yincana de difícil resultado. Especialmente duro en las veredas perdidas, los troncos secos, pardos de gris petrificado, nos muestran hacia dónde no debemos ir. Cruzados en el viejo arrastradero que sube desde el puente de Paco Rufo sobre el arroyo Morete hasta la fuente del Montañero, camino de la Caseta del Carretero, el endiablado entramado de árboles caídos convierte la búsqueda del Raso del Pino y Peñalara, la toma del puerto de los Neveros y hasta la subida al Vado de Oquendo, en una especie de competición entre el paisano y la naturaleza por ver quién tiene más arrestos, si el primero en lograr sobrevivir a tamaño dislate o en putrefactar el bosque entero la segunda, con tal de impedir el tránsito natural de pastores de agua y viejos ents segovianos.
Si bien la administración ha venido defendiendo los últimos años la necesidad de mantener una cuota de naturaleza en pudrimiento para regenerar el suelo primigenio del bosque y fijar la población de insectos barrenillos, esos que taladran la madera del pino de Valsaín tornándolo en colador inconsistente, uno no deja de pensar en aquel viejo bosque repleto de fustes enhiestos, gabarreros empleados en recoger las leñas muertas que desde 1761 les pertenecían por real decreto, cuadrilleros limpiando cada uno de los troncos vencidos por vayan ustedes a saber qué y una fábrica de maderas tan eficiente que raro era ver un pobre pino caído entre los helechos de este edén serrano. A lo sumo, si uno se empeñaba, podía dar con estos viejos referentes del desinterés en las agrestes cárcavas que deja a la espalda la fuente de las Mentiras del Tío Conrado o en esos taludes infernales que acompañan al río Peces en su nacimiento, en las cercanías del mirador del Boquete alto de Majalgrillo o en la vieja umbría de Siete Picos, donde el congelador relente petrifica hasta la albura más recia. Eso sí, entre aquellos viejos pinos enrevesados de raíces poderosas y horizontales, ramas extendidas por toda la superficie hasta el punto de negar el paso al jabalí más tozudo, al desvergonzado tejón y al descreído zorro filibustero; entre esos chaparros escultóricos, despreocupados de que hacha y sierra mecánica sean capaces de tumbarlo, difícil es, digo, encontrar caído alguno. Nacidos en las cumbres más abruptas, aquellas donde la nieve corre la superficie y el frío quiebra la más férrea voluntad, los viejos pinos de Valsaín se niegan a ser sometidos por destino alguno que no sea el crecer con parsimonia apretando los anillos para que ningún viento se atreva a cuestionar la fortaleza inherente a la madera y el fin por el que hace medio milenio decidieron romper la nuez y clavar la raíz en las laderas serranas del Guadarrama.
Es por todo esto por lo que me resulta poco edificante pasear un bosque donde la rama tronzada y el tronco desvencijado se han convertido en la norma y el dulzón aroma de la madera putrefacta, contexto habitual. Quisiera ver un bosque pletórico donde corriera el corzo y los troncos compitieran en rectitud y altura, luchando por el más nimio reflejo de claridad. Allí abajo, en las bases pardas de tamaños riscos enmaderados, habría un enjambre de seres humanos atareados con el cuidado de tan encomiable vergel. Sacando la rama seca y el pimpollo malogrado; limpiando la corteza renovada, la amplia vereda y el cauce juguetón; recogiendo los frutos de un bosque pletórico o explotando el cultivo en las matas destinadas a tal finalidad; todos ellos, ellas, se empeñarían en que la simbiosis entre aquellos bamboleantes testigos y los paisanos que los acompañan pudiera cumplir otro milenio de historia común.
Recordemos, pues, queridos lectores y recuperemos un bosque donde nada que caiga quede caído.
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