POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Uno entiende que la muerte, esa que acecha en cada traspiés que nos asalta, ha de triunfar sin debate. Morir, del mismo modo que vivir, han de ocupar nuestro espacio en cada instante de existencia. Pensar que podemos escapar de algún modo a la inexistencia del conocimiento, que la pérdida total de la consciencia en un eterno y oscuro devenir asensorial, constituye por sí mismo un sinsentido inexplicable. Vivir de espaldas a la muerte, morir sin consumir la vida, por consiguiente, no deja otra consecuencia que la deshumanización del sentir. A veces, la creencia que todo lo distorsiona tiende a ocultar en un relato de feliz continuidad la terrible realidad de un existencialismo áspero y demoledor. Que nada hay más allá lo avisan muchos; que el descreído no es más que un despechado de sí mismo, es condenado por otros tantos. De modo que el confiado creyente apura su tránsito hacia la otra esencia apenado por el incrédulo, a la vez que ese último siente lástima por la sorpresa del que nunca habrá de comprender su monumental error.
Este que suscribe, sorprendido siempre por la pérdida, no deja de buscar un sentido a lo que queda una vez se parte más que en la finalidad de la marcha en sí. Saber si la memoria de quién fue y participó en nuestra venida supone algo en un presente expelido de un pasado ignoto suele atronar el silencio que siempre rodea al desconocimiento. Sé que aquello ha trascendido en mí, pero no logro encontrarlo en mi realidad. El bombín que corona la testa de mi tresabuelo Patricio Juárez en aquella fotografía decimonónica he de suponer que, de algún modo me define, pero no deja de asomar desconocido a la definición de lo que hoy día puedo llegar a ser.
Miro una y otra vez aquel mostacho de ancha sombra sobre la media sonrisa de quien se siente importante, más no consigo ver allí sino una sombra de lo que pudo definir a mi Sr. Padre en un atisbo de ancianidad. En otras palabras, detrás de la línea que marca el apego no queda otra cosa que el vacío de la indiferencia.
No suele ser así con los árboles benditos, conocedores de una plétora generacional. Pausada su vida por un eón resumido en medio anillo, la corteza se arruga con cada vástago capaz de romper la cáscara y asomar entre la tamuja seca que aplasta la hojarasca en estos días de casi primavera, cuando el invierno no deja de irse y el sol caliente a ratos bisiestos. Estirados los ramones hasta el horizonte radical que todo lo consume, mis queridos hermanos hieráticos asumen el paso del tiempo con un estoicismo estacional trufado de alguna que otra flor despistada. Algunas veces, cuando la centuria se torna agradable espaciando los hielos hoscos y el estío atronador, lanzan sus copas enlucidas hacia las nubes del Guadarrama, siempre dispersas cuando de alimentar la prole se trata. En otros momentos, grises las corazas chamosas por la sed visceral de un cielo roñoso de humedad, parece que el tronco se vuelve hacia adentro y las ramas de doblegan como los brazos de un chiquillo castigado por un maestro de corazón tan negro como la sotana que lo ensalza. Sea como fuere, al arrebol de una deliciosa mañana del junio serrano que tanto amo, el árbol verá una camada de verdes yemas clamando por el siseo de una brisa serrana enroscada entre las muchas hojas de brillante verdor. Allí, entre el blanco de la estepa sagrada y el amarillento hálito de un retamar inmenso, el viejo árbol apenas sentirá que la savia ha empezado a recogerse hacia el único raigón que le quede.
Orgulloso de lo hondo que han cavado sus dedos entre el arenoso pedregal, poco les importará que la copa, ya parda como el Reventón en el ocaso, empiece a tronzarse sobre sí misma en una cadencia irresoluble que habrá de llevar rama y tronco, corteza y pámpano hacia un mañana sin ayer. Ya sea por la acidez repentina de un terruño maltratado y desabrido, por la poda del infausto jardinero resabiado y marrullero; por un rayo mal traído o una ventolera enfilada desde el oscuro vallejuelo del roquedal; el árbol moribundo acabará cayendo sin más. Sin pasión que recordar ni tomillo que florezca a la sombra del tocón inmenso que un buen tablajero sabrá rematar. Un servidor, sin embargo, siempre añorará la sombra que allí una vez hubo y la dulce aura que las tardes de mayo con el sol en retirada acostumbraba mi paso a retener.
El viejo cedro de Andrómeda, aquel que competía con mi árbol bendecido, ha tomado ese camino ya. Quién sabe si por haber perdido la sombra de la enorme secuoya caída hace dos años, el viejo madero ha decidido claudicar.
Es probable que el pútrido y apestado hálito que la armilaria condenada, maldita fetidez invisible que infesta toda la partida, haya llegado a corromper los cimientos de semejante coloso hasta dispersar el negro verde de un corazón imbatible en el ralo verdecillo casi ocre de tan poca prestancia que ni asoma por encima de la seca rama revirada. Puede que el centenario paisano haya tomado el camino del aserradero sin perder más de una floración, dejando que las pocas piñas suelten la escasa simiente y el viento aleje de sus estrujadas ramas el poco vivir que aún atesore bajo la hueca corteza. Bien tieso ante su hermano, el cedro de mis entretelas, estiradas sus ramas en un último bostezar medio despierto, el viejo árbol moribundo no dejará que la negrura escondida en el hacha del leñador o la sierra del carpintero le nieguen un mañana alentador.
Muerto sobre unas raíces que nunca dejarán de luchar, aunque sólo sea para mantener el tipo, el viejo cedro mortecino del parterre de Andrómeda sabe que vivirá en la nuez que aún brotará, en la presteza del garrote imberbe y desafiante que se acuesta contra un pino indiferente en la subida al Vado de los Tres Maderos, en la acícula que en hermoso retruécano se empina hacia el sol y en la memoria de los que al menos una vez nos detuvimos ante la sombra de un pasado hoy muerto y olvidado, pero, de una forma inasumible, presente en cada palpitación silenciosa camino del gabinete divino de un bosque inmortal.