POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Es llegar el mes de octubre que una perla del bosque de Valsaín enrojece hasta la locura. Embutido entre el vado de los Arrastraderos y las crestas que asoman al río Peces y su vallejuelo, el recóndito bosquete sufre un arrebol otoñal que deja estupefacto a cuántos allí se aproximan. Encaramado a una loma vertiginosa, sus muchos integrantes granan el horizonte con bóvedas de rojos ora brillantes ora sedosos, como el carmín recién esculpido en unos labios que todo lo prometieran. Frente a la negrura de los tejos atemorizados ante tanto esplendor, los acebos de aquel paraje explotan en demente expresión de felicidad que nos hace sentir fuera de este mundo a quienes por allí caemos; pues, ciertamente, nada hay más emotivo que el bermellón interesado de aquellas semillas en el caduco paisaje otoñal del Paraíso. Quizás uno podría caer bajo el embrujo del fruto enrojecido del espino, el amarillear del rojo presente en las semillas del acerolo que tantas veces degusté a la sombra de Pierre Rapp o la palidez encarnada de los serbales atrincherados en una arrogancia que solo se entiende desde la mirada de la zarzamora siempre rastrera, eterna en su resistir; mas no será hasta penetrar la vereda enrojecida, infinita y radiante que cruza la Acebeda del azud que no caerá en el silencio absoluto que el asombro de la belleza sin igual produce en el ser humano. Preso de un mal que solo supo definir Stendhal en la Florencia de mis entretelas, entiendo que todo el que por allí trasiegue en algún otoño de un pasado atemporal desee volver ayer antes que mañana y deleitarse con un espectáculo al alcance de la naturaleza inherente a un bosque divino.
No es de extrañar, por tanto, que desde 1930 pasara este bosque a ser protegido por el Patrimonio del Estado, ya fuera monárquico o republicano, en cuyo inventario fue incluido y cuya integridad quedo incorporada al corolario de responsabilidades ineludibles para un Estado que, desde aquel entonces, no ha dejado de engrosar listas de todos los colores con la herencia caída en la desmemoria. Que de patrimonio distraído y responsabilidad inadvertida sabemos mucho en este Santo País.
Unido como está este bosque con el viejo azud romano, principio del cordón umbilical que vincula la ciudad con su sierra, resulta muy complicado entender el ancestral acueducto sin su entorno. Claro que, tras ser declarado monumento histórico artístico nacional en 1884, resulta comprensible la pérdida de identidad sufrida por el coloso segoviano. Así, como suele ocurrir con todo aquel patrimonio que se institucionaliza, el acueducto protegido dejó de ser un recurso segoviano. El conducto de aguas recogidas en la Acebeda, que ataba la ciudad a su bosque muy a pesar de las transformaciones sufridas tras la adquisición del pinar hecha por Carlos III a expensas del peculio de la corona alimentada por todos aquellos que perdían la titularidad del predio, transmutado en monumento nacional dejó por el camino su utilidad para servir únicamente a la posteridad.
Congelado en el tiempo como monumento sin el desempeño que le vio nacer, el áncora segoviana que antaño se hundía en el corazón de la tierra castellana empezó a perder su sentido vital. Primero dejó de manar el agua serrana para, paso a descuido, ir olvidando las canalejas quilométricas por la dehesa capitalizada en el esquileo de Santillán, los desarenadores raídos por el desuso y, por último, la distribución del agua intramuros, los colectores, limpiadores de cieno y, en definitiva, toda la obradiza ingeniera empeñada en dar agua a cualquier segoviano que se preciara, pagara el recurso o, sencillamente, lo sacara con cañuelos y aljibes subterráneos, todos ellos también sepultados bajo la indiferencia de la protección mal asumida.
Por ello, quizás, el gobierno, comprometido con el patrimonio e influido por las tendencias exteriores, tomó la decisión de imaginar una protección proactiva en el magnífico pinar de la Acebeda que permitiera cuidar sin desatender la integridad de un bosque entregado a lo humano. No obstante, el desconocimiento del medio en el que se vive y la falta de reflexión acerca de la importancia debida a la preservación del patrimonio natural, ha conducido a otra fase de desconexión entre los tesoros y la humanidad que los reconoce. Aplicando una figura de máxima protección nacida en los Estados Unidos de Norteamérica para proteger espacios vírgenes de la acción humana, hemos empezado a expulsar a los susodichos de la naturaleza, convirtiendo la realidad exultante de un bosque inmemorial, de un recurso que dio sentido a una comunidad durante eones, en un trasunto de monumento admirable a tiempo parcial.
Los segovianos habremos perdido para siempre nuestro bosque del mismo modo que extraviamos hace siglo y medio nuestro acueducto
Al igual que ocurriera con el acueducto romano, el bosque irá desapareciendo de nuestro imaginario y su valor humanizado caerá sometido por la sacralización que lo protegido imprime a un tesoro sin igual. Enterrada su humanización en aras del Edén intocable, los segovianos habremos perdido para siempre nuestro bosque del mismo modo que extraviamos hace siglo y medio nuestro acueducto. Caminaremos por sus veredas restringidas sin atender al significado de oscuros nombres, topónimos caídos en la inventiva de quien explota el recurso monumental, del mismo modo que observamos el acueducto como un enorme estaribel que aísla dos ciudades, mamotreto inmóvil y arrogante, señor rocoso de mala gaita que ya ni nos deja arrimar a la antaño placentera sombra de sus inmensos arcos.
Ahora bien, puede que, por lo que respecta a la Acebeda del azud, aún estemos a tiempo de revertir una política excluyente que casi ni admirar el arrebol de los acebos nos permite. Puede que, en un presente no imaginado, aún seamos capaces de recorrer sus caminos en libertad, integrados en un patrimonio humanizado que nos asuma como parte de su ser, siendo nuestra presencia solución a su pervivencia y no causa de la destrucción que la desaparición de lo humano asume, pues, sin nadie que admire la belleza, queridos lectores, ya me dirán qué quedará de ella.