POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Donde ronda la muerte, pervive la desazón. Silba el aire entre acículas ajadas y sube un hálito congelador desde la base de la tierra que atenaza la felicidad. Ni siquiera el sol de julio, arrebatado de calor ancestral, puede con esa densa infelicidad que agosta la umbría donde repica el arroyuelo. El corzo despistado, triscando entre peña raída y cárcava destartalada, detiene ese jovial transitar al verse en tan gélido paraje. Ni el jabalí hoza, ni la zorra husmea rastro alguno, pues no hay animal que se atreva a solazar semejante paso. Si bien asoma más allá del cuartel del Bolsillo un atronador rayo dorado que rompe sobre la navilla donde bebe la fuente de la Cruz del pobre José Abastas, las sombras funestas dominan el curso irregular y caprichoso del arroyo del Miedo.
De vez en cuando, siguiendo el lento paso acelerado del Sr. Bellette, me atrevo a devolver la vista hacia el rugido primaveral del siempre joven arroyo de las Quebradas, una vez consigue saltar el puente que los gabarreros levantaron para llegarse hasta el idílico Prado Largo de tersa yerba aterciopelada. La noche del helechal me devuelve un chasquido suspirado lleno de muy malas intenciones, avisando de la mala idea que habría de llevarme a caminar sus quejosas y empinadas lomas. Y, aunque he de reconocer que me siento atraído por esa vibración funesta, el alma oscura y emponzoñada de un tejo centenario me corta el paso de raíz. El hielo del aviso que congela mi alegre intención acaba paralizando la felicidad que adivino entre ese joven serbal atrapado a la sombra de un avellano que bebe la espuma del arroyo sin sentir escalofrío alguno. Puede que la insensatez que imprime el desconocimiento aderezado por la ignorancia juvenil permita florecer la zarzamora que todo lo devora y el haya erizada de ramas blancas y paralelas a una voluntad que ya no tengo; un servidor, petrificado el tranco que ha de llevarme a esa senda negra por un chasquido de mi Compadre, deja las ganas rebotando entre tanta negra convulsión. El arroyo del Miedo, impertérrito, salmodia una vieja canción de muerte y desesperanza para que nadie olvide lo que allí anida.
Dice Eusebio que antes era ese un bello cuartel de fino y atrevido pimpollo, capaz de someter el empinado cortado y la hojarasca más rebelde; que los robles no asomaban por tamaño vergel arrebatado de verde metálico y dorado rojo reventón. Dice Eusebio que allí acabó su vida el pobre Basilio, trasegando con pinatos embarcados en gabarra de balsámico despertar mucho antes de que aquel viejo paisano hubiera debido finar. El bosque, estremecido por ese mortecino avatar, nunca dejó de recordar y con un desagradable y dulzón silbido, avisa a todo el que por allí se atreve a trasegar. Que de la muerte el resuello todos llegamos a meditar. Da lo mismo que pasemos por el monumento, que sintamos de semejante paisana el resonar. Allí donde una vez estuvo, todos notamos los pasos que una vez allí se atrevió a parar. Ya sea en el infausto muro de la faisanera o en el paredón de cementerio del Sitio Real; en la arrugada corteza de la vieja olma que una vez vivió en Santa Cecilia o en cada uno de los pinos cuyo raigón dejó a viuda y prole desesperanzar. Lo mismo da la roca bermeja de líquenes que, húmeda y traicionera, dejó caer al paseante por el peñascal: en la cima de las Peñas Buitreras o en las lisas rocas de los chorros que nacen en las praderas reventonas de rico cervunal. La parca insidiosa su marca inquietante ha dejado grabada en mi voluntad.
Puede que el conocimiento me libere y explicarlo me haga descansar. Que recordar a mis estudiantes aquello que palacio era y monasterio, basílica y biblioteca sin igual, donde un mundo debatía si con otro en la guerra se pudiera remediar. Ese bello brote de sol paterno puede que alumbre el claustro de los Evangelistas y haga que el viejo seto de boj y carpe vuelvan a brillar. Seguro que el valle roto de Cuelgamuros, entre la eterna barranca de negro pino y esquistoso farallón, un eón enseñe repleto de sentido y reflexión; que yo seguiré notando ese negro titilar que entristece a los pinos de la cuesta de los Hoyos, las pétreas paredes que soportan la ajada Veracruz y los anaqueles repletos del Escorial. Nada me alegra entre la vieja roca horadada de la tumba negra, allí a la sombra de una inmensa cruz, ni caminando sobre panteones damasquinados por Habsburgos o azuladas criptas embutidas con Borbones, tras retablos de aquella colegiata que mi abuelo Paco completara con verdosa escayola cenital.
La muerte, queridos lectores, contingente y pretenciosa, humilde y orgullosa, nos acecha sin cesar. Embellece con el frío un limpio paso invernal entre rocas tapizadas, pinos abrigados y robles perdidos en un desmonte demasiado familiar. Metida bien dentro del arroyo del Miedo, hace su trabajo en el pinar, dejando belleza y esperanza en ese lado negro que ninguno lograremos alcanzar. Caminaremos siempre acongojados por esa aura temporal, viendo como vibra la rama del tejo y la sombra del serbal; como la noche se hace día en la sombra negra del pinar, donde descansa el alma de todos aquellos caídos que olvidamos con cada día ganado a ese final que nos engullirá sin remedio en una noche que ni el más brillante día podrá nunca levantar.