POR ANTONIO MARCHAMALO SÁNCHEZ, CRONISTA OFICIAL DE HUMANES Y SUS AGREGADOS (GUADALAJARA).
La Fundación de Antezana, antiguo Hospital de Nuestra Señora de la Misericordia, conserva una magnífica colección de documentos fechados a partir del siglo XV. Muchos de ellos, son una bella muestra de cómo se escribían estos documentos, del material que se usaba y de las formas de certificar su validez legal. Sellos, pergamino, tintas, plumas, raspadores… Un conjunto de utensilios y técnicas que, unidos a la perfección que llegaron a alcanzar los escribanos, convirtieron al oficio de escribir en un auténtico arte.
Comencemos por los sellos. A partir del siglo XIII, los sellos pendientes, de plomo, lacre o cera, alcanzaron gran difusión en la Península Ibérica como medio de validar un documento. De entre todos ellos, destacó el sello real, al que se le otorgó carácter oficial del reino, aunque contando con una variante privada para uso personal del monarca.
Está claro que los de plomo eran los que daban mayor autenticidad al documento, debido principalmente a la durabilidad. De este tipo eran los sellos reales más importantes, como lo marcan las categorías establecidas por Alfonso X en las Partidas.
La manera de unir el sello al documento era mediante un «lemnisco» o atadura, que podía ser de cáñamo, cuerda, cuero, hilo de seda o pergamino. Este elemento se unía a la «plica» o parte inferior del documento gracias a unos agujeros llamados «oculi».
Para los documentos, desde la Edad Media se prefería, al menos en los considerados importantes, el uso del pergamino por encima del papel, debido fundamentalmente a su durabilidad y resistencia. Se confeccionaba a base de piel de animal (becerro, oveja, cabra o ternera), mediante un proceso llamado «pergaminaje» que conseguía un material limpio y fácil de escribir. Primero se daba a la piel un baño de varios días de agua y cal. Tras este proceso, con un «rasorius» (cuchillo curvo sin filo) se quitaban los restos de pelo o lana por un lado, y los de carne o grasa por el otro. Después, se estiraba la piel gracias a un bastidor. Se eliminaban los restos de humedad con agua caliente y con un «lunelum» (cuchillo en forma de medialuna) se acaba de eliminar cualquier imperfección. Al final, con piedra pómez o hueso de sepia se bruñía el pergamino, dejándolo listo para su uso.
En cuanto a las tintas, las más normales en occidente, al menos desde el siglo XII, fueron las ferrotánicas. Se realizaban a base de sulfato de hierro (vitriolo, caparrosa o aceche), al que hacían reaccionar con un ácido (de tipo vegetal, como el obtenido de macerar agallas de roble en agua de lluvia o vino), produciendo una tinta primero parduzca y luego negra. Este color oscuro se alcanzaba oreando la tinta hasta conseguir su oxidación. El proceso finalizaba mezclando el compuesto con un aglutinante (clara de huevo o goma arábiga), un disolvente (vino o agua) y más aditivos, obteniendo brillos, olores e intensidades diferentes.
Cuando se querían obtener tintas de color para decorar o dibujar, se añadía una mezcla de pigmentos molidos mezclados con un aglutinante (yemas, almidón, gomas…). El color rojo lo conseguían a partir del insecto quermes, la planta rubia o los minerales cinabrio y minio. El azul, a partir de lapislázuli, azurita, cobre y vinagre o la plantas de índigo. El verde solía tener como componentes el cobre, el verdigrís o plantas como gladiolos, coles o lirios. El blanco se obtenía principalmente de láminas de plomo, que se mantenían en vinagre u orina durante un tiempo. El amarillo era fácilmente obtenido gracias al oropimente, el azafrán y la gualda. Por último, el prestigioso color dorado era producto de moler oro con un aglutinante, consiguiendo oro líquido o en finas láminas.
El instrumento generalmente utilizado para escribir era la pluma de ave, en especial las más desarrolladas, o plumas remeras, de aves como el buitre, el cuervo y el ánsar. Se preparaba el cañón de la pluma cortándola en el extremo para conseguir aspecto de pico. Dependiendo de si el corte era hacia la derecha o hacia la izquierda, se conseguían diferentes tipo de letras. Para esta labor, así como para el raspado, se utilizaba un «scalpellum» o cortaplumas. Para conseguir que se pudiera cargar más tinta en la pluma, se practicaba una hendidura en la zona del pico y se acanalaba.
También se utilizaban reglas, compases y escuadras para escribir correctamente los renglones o hacer dibujos. Con el «rasorium» se hacían las correcciones mediante raspado.