POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Sentarse a compartir experiencias en la esperanza de que aquellas contribuirán a hacernos mejores personas debería ser un objetivo y no una rareza. Igual veinte kilómetros dando pedales a un trozo enorme de hierro irredento nos ayudaría un poco, la verdad.
ARTÍCULO :
Es complicado saber por qué este lugar esconde tantas sorpresas. Uno podría aludir al pasado histórico y a las consecuencias que conlleva la notoriedad en términos temporales. Ser centro de lo político y social durante ínfimos periodos continuados durante una eternidad tiene sus secuelas irremediables. Tantos monarcas paseando por este paisa Anda siempre mi amigo Fermín de los Reyes metido entre palabras de todo jaez, ya sean manuscritas a vuelapluma o impresas con esos tipos móviles que tanto le interesan. Metidas en ancianas galeras o formando cuadros impresos de belleza polícroma, las letras divinas, madres de todo lo que se expresa, preocupan sobremanera al Maestro segoviano. A veces, sorprendido por la rima aciaga en que algún conjunto de tipos ferruginosos ha derivado, se vuelve sombrío y taciturno, esperando que algún corrector automatice la vuelta a la normalidad de aquel conjunto díscolo de grafemas. En otras ocasiones, las más, descubre un impreso desorientado, perdido en la guarda de vayan-ustedes-a-saber-qué códice simplón y desligado, haciendo que mi amigo salte de felicidad entre párrafo dorado y colofón impreso en pirámide invertida. Ahora bien, en no pocos momentos, tiene Fermín tiempo para dedicar un segundo a las rarezas de los paisanos, regalando trocitos deliciosos de impresión volandera capaces de pararle a uno el devenir cotidiano. Ya sea un documento ilegible que precisa de una prospección paleográfica o un texto impreso con la sorpresa de un presente ya leído, mi amigo, en su guardia constante de la naturaleza escrita, viene a mi diario transitar para provocar una detención forzada por la diversión más placentera.
Así, hace unos días me sorprendió con un anuncio extemporáneo publicado entre gris y sepia en el vetusto diario La Legalidad. Resulta que el periódico en cuestión avisaba de la organización de un evento extraordinario para el 26 de noviembre de aquel año en curso de 1891. Dados los segovianos a la aventura y diversión en lo extravagante, se había postulado una carrera de velocípedos para ese domingo que cubriera la distancia entre Segovia y el Real Sitio en el que tengo la suerte de vivir. Partiendo del desaparecido espolón, hito segoviano donde habitaba cierta fábrica y la plaza de toros, los valientes ciclistas pretendían afrontar la distancia peregrina que separaba aquella plaza ya olvidada de las Puertas de Segovia que abren el barrio alto a los visitantes desde que Juan Esteban las diseñara hace ya casi tres siglos. No contentos aquellos valientes con subir los cerca de diez kilómetros que separaban aquellos dos lugares, tenían en mente volver la cuesta y terminar, unos veinte kilómetros más tarde en el punto de partida, haciendo llegada en la línea de salida. Cosa muy segoviana ésta, por cierto, de terminar donde se empieza, empezar por el final o, mejor aún, terminar en el principio. Muy dado mi amigo a esto de los trabalenguas en la Historia, estoy seguro de que el regalo recortado de 1891 traía la reflexión correspondiente entre principiar en el ocaso, cosa que no dejamos de hacer ambos, o hacer colofón en el prólogo, asunto este de buen gusto impresor, como bien saben Javier García del Olmo y Ester Vilas, siempre al principio de una colección que nunca parece tener fin.
Supongo que, amante que un servidor es de los puntos intermedios en mitad de la tempestad; de las acciones moderadas nacidas de los pensamientos más extremos, que diría el Maestro Antonio Fornés; de la reflexión valiente y arriesgada cuando los aquilones perpetran la congelación del presente; convencido, digo, de que dar pedales sobre dos ruedas divergentes en tamaño y finalidad, asimétricas y fijadas por un piñón de rocoso engranaje, nada hay mejor que el impasse regalado por el descenso soterrado que uno encuentra antes de llegar al puente de Santa Cecilia que sometía entonces al río Valsaín. Viendo la empinada cuesta que habría uno de afrontar nada más cruzar el viejo puente donde los franceses engalanaron un palenque para mostrar a los guerrilleros colgados por el gañote, no me cabe duda del placer que embargaría a aquellos velocipedistas dejando caer la enormidad de aquel mostrenco metálico en una bajada limitada por un inmediato mañana agotador.
Y es en esa caída, traidora por su naturaleza vil y mendaz, que el excursionista en velocípedo va reflexionando acerca de lo necesario de asumir una cuesta una vez se ha empezado a descender. Que poco o nada apetece aquello, cuando se tiene la posibilidad de dejar tirado el velocípedo en el pretil del puente y a quién dios se la dé, san Pedro se la bendiga. Echen un ojo, sin más, al dulce sendero que de allí partía, a la sombra de las bardagueras cimbreantes por la sedosa brisa de una sierra que acaricia la espalda del río metido entre gorrones pulidos por siglos de inacción, mientras el paso serpentea hacia un bosque tupido incapaz de albergar otra cosa que no merezca ser vivida.
El caso es que no sé si aquella carrera de velocipedistas atribulados llegó alguna vez producirse, pues mi amigo sólo me envió el aviso y no la confirmación. Entiendo que aquello, humilde Cronista que es uno, tocará ser investigado en la hemeroteca nacional, ese palacio de la verdad desnuda que impide al español medio y al desarrapado por las alturas políticas mentir más de lo acostumbrado o poner en solfa, una vez más, a toda una sociedad que de nación ya sólo guarda la rima con algún capítulo escrito en sede parlamentaria. Sometidos al desprecio inane de un futuro imposible de adivinar, los españoles de todo tipo y condición habrán de seguir montados sobre velocípedos de radios raídos por una rara responsabilidad recalcitrante, esa que nos permite dar pedales cuesta abajo y nos empuja a la inacción en la subida.
He de creer que el tiempo, única magnitud real en este universo de apariencias, nos ayudará a completar el viaje y, según planificaron aquellos velocipedistas ya pasados, pero presentes en la memoria, organizar “un banquete que sirva para afianzar más los lazos de unión que a todos nos ligan”. Solo espero, queridos lectores, que seamos capaces de echar el pie a tierra, aparcar el velocípedo y tomar un asiento en ese banquete que tanto tiempo lleva organizado y tan pocos comensales ha logrado reunir.