EL CANDIL DE FORCAS SE APAGÓ
Oct 17 2016

POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)

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Forcas vivió en su paraíso: Las Lomas era su Edén. Siempre trabajando, casi nunca salió de su territorio. La cueva y sus aledaños eran su fortín. Todos los veranos salía a la Mancha a segar. Normalmente echaba dos temporadas de siega; la de la cebada y la del trigo ya que nunca coincidían.

El resto del año lo pasaba en sus Lomas haciendo cuevas- horadando los montículos- y cultivando el trozo de huerta que tenía en los aledaños de su morada. Allí vivía con su hija Antoñica y su garrota pintá.

Eran sus dos tesoros más preciados. Disfrutaba como un niño con zapaticos nuevos fumándose un cigarro del tabaco que él sembraba, secaba y picaba. Con su petaca llena se subía a la loma que había sobre su cueva y junto a una atocha se sentaba, en el ocaso del día, liaba un cigarro y contemplaba el paisaje que la naturaleza le deparaba al atardecer. Allí se quedaba semidormido, hasta que un golpe de tos le despertaba o la llamada de su Antoñica para cenar a la luz de un candil.

Pues bien, como a un candil que se le esté acabando “el aceite y la torcía”, a Forcas se le iba acabando la vida. Nunca visitó a un médico, aunque en Ulea siempre hubo. Decía que nació en una cueva y le lavaron con el agua de una poza y que la naturaleza sería su aliada y su madre- hijo de la madre naturaleza.

Sin embargo, el hambre, el tabaco y los problemas sentimentales- su hija se enamoró de un mozo que por allí iba a trabajar y luego resultó que estaba casado. No digirió la situación y poco a poco se fue consumiendo, hasta que un golpe de tos y un vómito de sangre acabaron con el hilo de vida que le quedaba; igual que al candil.

La noticia corrió de boca en boca y como yo vivía en una cueva próxima, con mis abuelos, no tardé en enterarme. A pesar de que tenía ocho años me enteré de todo. En la cueva estaba el cuerpo de Forcas, tendido sobre un catre. Nadie sabía qué hacer pues su hija, una guapa adolescente, estaba bloqueada mentalmente. Los vecinos de las cuevas circundantes fueron al pueblo a decírselo al cura y al alcalde pero como no tenía dinero decidieron llevárselo, envuelto en una manta, directamente al cementerio.

El cura les dijo que cómo le iban a llevar al cementerio sin pasar por la iglesia. El juez acudió a la cueva con el médico y ordenaron su traslado al pueblo, envuelto en una manta a lomos de una mula. Allí Luis Herrera, el carpintero, con las tablas de unos envases de sardinas prensadas, confeccionó el ataúd y en él fue depositado.

A Las Lomas le llevaron en un carro: a sus Lomas como él quería. Allí en todo lo alto reposan sus restos, recreándose con vistas insultantes. Quedó como abrazado entre Ulea y su fértil huerta por un lado, y su cueva de Las Lomas por otro. Él quería que le enterraran en un pozo junto a su cueva y que le cubrieran con la tierra que él trabajó durante tantos años. Así lo hicieron, pues fue sepultado con las tierras que él labró, pero a unos pocos metros: en el cementerio de Las Lomas.

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