POR EDUARDO JUAREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO DE LA GRANJA (SEGOVIA)
Son los libros un horizonte que nunca se alcanza a comprender. Cerrado su discurso por aceradas cubiertas bien repujadas, las páginas encierran siempre mucho más de lo que uno pudiera asumir.
Tumbados sobre la mesa o enhiestos en anaquel luminoso de madera tersa y apretada; apilados en un suelo donde criar polvo de una ignorancia supina o delicadamente colocados en estanterías de pulcra cadencia y puerta con vidriera emplomada: las palabras fluyen categóricas siempre en su interior por mucho que nos esforcemos en desdeñarlas. Alguna vez, cuando pasamos tangencialmente recibimos un grito luminoso fruto del reflejo vociferante de una oportunidad perdida. Nos detenemos sobresaltados, preocupados por ese estremecimiento imposible de ordenar. Suele ser sólo un suspiro de inspiración, pero el libro, atento a la captura de nuevos lectores, agita con delicado amaneramiento el lomo, alisa alguna de las páginas más elaboradas y devuelve un leve crujido que nos eriza la cerviz. Y no importa la distancia que nos separe del raído papel, de las páginas abarrotadas de borrones manuscritos, de letras cursivas que mezclan los trazos caídos con altos cierres capaces de hacer perder media vida entre ese tirabuzón arañado sobre un papel demasiado grueso y aquella tilde arrastrada que empuja la vista hacia una gloriosa letra rota en tres empellones entintados, habitada por un sindiós inexplicable. Ese escalofrío alumbrado en el desafío de un libro que precisa ser tenido en cuenta es el arrebato lector que todos hemos sentido alguna vez, culpables de ignorar lo que una vez fue escrito y nunca debió dejar de ser leído.
Supongo que la cara perdida de Miguel Primo de Rivera entre el objetivo del fotógrafo y la aterradora sombra proyectada por Alfonso XIII en aquella reunión del Real Sitio de San Ildefonso a finales de 1927 tenía que ver con aquella ancestral llamada. Disperso en la oscuridad de su uniforme imagino a aquel dictador con el gesto torcido ante el rumor proyectado por un viejo libro de la colección artillera albergada en el convento de San Francisco. Apoyado sobre un sobrio atril impenitente, el manuscrito segoviano ha tenido por costumbre bramar un quedo suspiro destilado por páginas repletas de inamovibles firmas de impensable proceder. Conocido como el de las Renuncias, página tras renglón, aquel viejo códice decimonónico aún sigue mostrando la negativa de aquellos oficiales artilleros a aceptar ascensos en el escalafón por méritos de guerra. Convencidos de que el valor a un militar, según reza en la hoja de servicios de Pedro Velarde y Luis Daoiz, se le supone, entendían como ofensa el premio extemporáneo al cumplimiento del deber. Nada extraño tras un corolario interminable de aclamados cobardes uniformados insultando una historia relatada desde el infecto sumidero de aquella honra tan defendida y enrollada en banderas bordadas por papel moneda y miserable desmemoria.
Afirmados en su postura, esos recalcitrantes artilleros entendían el peligro inherente a ese sistema lamentable de promoción, cuya única consecuencia habría de ser un exagerado y criminal belicismo interesado por parte de una oficialidad irresoluta a despecho de una plétora de vidas de reemplazo destinadas a morir donde fuera por la consecución de unos espurios objetivos insostenibles. Ya fuera entre los secarrales marroquíes de las cabilas norteafricanas, aplastados por el calor insoportable de los humedales cubanos o comidos por los insectos y la disentería en el fango de los manglares filipinos, generaciones de jóvenes españoles gastaron su porvenir en el sueño glorioso de unos militares confundidos por la divisa y el oropel, el barbuquejo bruñido del ros y el brillante sable asido por blancos guantes de bermeja indecencia. Africanista como ninguno, defensor de la barbarie irredenta entre rifeños asilvestrados y una juventud derrochada por más de un Silvestre, Miguel Primo de Rivera torcía el gesto incomodado por la conciencia sorda de grito enmudecido que esconden las páginas de tan curioso libro. Aupado a la vera del monarca por un golpe de estado muy poco reconocido y estudiado, que para muchos paisanos no hubo más que una asonada y un militar dictador durante el siglo pasado, el general Primo de Rivera aplastó desde Barcelona cualquier intento de normalizar el ejército español en aras de recuperar una trayectoria científica al servicio de un progreso poco edificante.
En ese punto de divergencia castrense, los artilleros segovianos, esos que nacen en cualquier lugar del mundo y se reconocen entre el alcázar y el convento, de camino al campo de tiro del Cerro Matabueyes y bajando a la carrera con las piezas de montaña desde la deliciosa fuente de los Pastores a cobijo del muladar de las Praderas de Navalrey; esos artilleros, digo, siempre con la candela en la mano para apagar cualquier oscuridad, habían supuesto un ejemplo aleccionador para cuantos entendieran que un ejército no ha de ser bocacha de cañón y espada ensangrentada para llenar de estrellas un pecho que nada siente. Que entre los matraces soplados en La Granja para Louis Proust y los discursos algebraicos de Pedro Giannini, generaciones de artilleros paridos al arrebol del acueducto, entre la umbría de los riscos que Valsaín regala a quién sabe buscar escorrentía y pradera, majada y robledal, han poblado de ingenieros siglo y medio de españoles y una esperanza en concebir un ejército al servicio del común; un ejército de seres humanos henchido de humanidad. Capaz de repartir miles de vacunas comandado por Francisco Javier Balmis de la mano de Isabel Zendal; de cartografiar medio mundo a ojos de Cosme Damián Churruca, de Pascual Cervera Topete; de Jorge Juan. De diego de Álava, el Conde de Gazola y Tomás Bruno de Morla y Pacheco.
Quizás por todo ello, por detestar un ejército amante de un potosí escrito y encuadernado, el general Primo canceló aquella trayectoria artillera con la creación de la Academia General Militar ese mismo año, quién sabe si después de aquel encuentro en el Real Sitio. Al menos, este que suscribe, cada vez que pisa semejante templo artillero, viendo tal biblioteca inmaculada, adivina entre esos gloriosos estantes de acre y polvoroso dormitar la suficiente sensibilidad atenta al rudo rasgar de la pluma, al tintineo de un cálamo ensartado en tanta tinta como sea precisa de modo que nadie pueda jamás resistirse a la imperiosa necesidad de atender al requerimiento de cualquiera que sea el libro olvidado.
FUENTE: https://www.eladelantado.com/opinion/tribuna/el-cantar-del-libro-olvidado/?fbclid=IwAR0Lm_DA3S5XnETiFP_IXZXxUWDCOC8ZwTAUTo4MA7EOuEN-V9JQYe80bp4