POR ANTONIO LUIS GALIANO, CRONISTA OFICIAL DE ORHUELA
Al repasar hechos históricos en su contexto, queramos o no, acogiendo en ese escenario enriquecido con decorados más o menos lujosos, existen hombres y mujeres, actores protagonistas o simplemente comparsas que dieron vida a ese momento. Hoy, el panorama no puede ser más desolador, con decoraciones plagadas de injusticias, de desmoralización, de abusos y de corrupción. Y sobre el escenario, esperando hacer un rápido mutis por el foro o bien escondidos entre bambalinas aquellos que han dado lugar a todo lo anterior.
Siempre, cuando una función teatral nos satisface deseamos que no caiga el telón para seguir disfrutando de la misma. Sin embargo, hoy quisiéramos que no se hubiera izado o que como consolación se cerrara pronto la escena, pues los acontecimientos que se viven en este drama, que ojalá hubiera sido un vodevil intrascendente o una ópera bufa, no es gratificante. Trama con su nudo y desenlace, que ahora, por mucho que nos aseguren que se vislumbra el fin, no sabemos con certeza cuál y cuándo será, adornado con contenedores de basura en la que rebuscan hambrientos entre sus bolsas, con suciedad y pintadas por todas partes, con agresiones continuas al mobiliario urbano y con su destrucción a cargo de descontrolados, perfectamente organizados, así como con personajes, personajillos o ‘malditos’ de la farándula, haciendo su agosto bajo el lema de que robar no es pecado, siempre que sea a beneficio propio.
Qué distantes están aquellas escenas de hace trescientos años, en que también los desmanes se cebaron entre las gentes y los edificios durante la Guerra de Sucesión, en la que Orihuela, en principio, se decantó a favor del archiduque Carlos de Austria, adhiriéndose a su causa al grito del marqués de Rafal, «Hijos míos, viva Carlos III», desde el balcón principal de su palacio, el mismo que hoy es del conde de La Granja. Después de esos momentos de vaivenes hacia uno u otro bando, el citado marqués tres días antes del asedio de la ciudad, la abandonaba llevando consigo transportadas en doce carros «sus tapicerías, alhajas y demás objetos de valor que poseía». Se producen incursiones y ataques por parte del que era obispo de Cartagena en Murcia, después cardenal, Luis Belluga y Moncada, partidario del Borbón, Felipe D’Anjou. Siempre que el nombre del prelado viene a mi mente, lo veo en una imagen suya en la que aparece portando una espada, o bien caminando por tierras de la Vega Baja, desecando terrenos pantanosos y humedales haciendo aparecer las Pías Fundaciones, y dando lugar a las poblaciones de Dolores, San Felipe Neri y San Fulgencio. En los tres casos se aprecia las devociones del cardenal Belluga: en el primero a la Virgen Dolorosa, hasta el punto de utilizar su símbolo (un corazón atravesado con siete espadas) como figura heráldica principal en su blasón episcopal. En el segundo, por su pertenencia al Oratorio de San Felipe Neri, habiendo establecido una congregación del mismo en Zamora siendo lectoral de su catedral, así como en Granada y en Murcia. El tercero, en honor de uno de los cuatro hermanos Santos cartageneros (San Leandro, San Isidoro y Santa Florentina, San Fulgencio), Patrón de la Diócesis de Cartagena. El obispo Belluga, tras ser nombrado por Felipe V como Virrey de Valencia, renunció al cargo, haciendo lo mismo para la Diócesis de Córdoba, y una vez recibido el capelo cardenalicio, renunció al obispado de Cartagena, pasando a colaborar en la Curia Romana. El 22 de febrero de 1743, a la edad de 80 años falleció en Roma, siendo su cuerpo inhumado en la iglesia de Santa María en Vallicella, en la capilla en la que se encuentra enterrado el cuerpo de San Felipe Neri. Al funeral del cardenal Belluga asistió el Papa Benedicto XIV, quien redactó el epitafio de su lauda, en el que se puede leer: «vindicador de los derechos de la Iglesia y que sólo cuidó de la disciplina eclesiástica, solícito a la formación de los clérigos y de la educación de la juventud, fundador a sus expensas de colegios, escuelas y casas piadosas».
El 2 de junio de 1724, en los momentos en que Luis Belluga estaba acometiendo su empresa de las Pías Fundaciones, escribía una carta a la Ciudad de Orihuela desde Roma, comunicando su participación en el cónclave para la elección del sucesor de Inocencio XIII. Belluga, se dirigía en los siguientes términos al Cabildo Civil oriolano: «Señor mío. Participo a V.S. aver llegado con felicidad gracias a Dios aunque con mucha dilación por los vientos contrarios a esta Corte el día 13 del pasado y entrando luego en el Cónclave, donde a los 15 días fue Dios servido darnos un Papa Santo en la persona del Excmo. Señor cardenal Ursinos del Sagrado Orden de Predicadores, oy llamado Benedicto XIII, varón tan visible a toda la christiandad por su gran santidad y sangre acompañado de un zelo apostólico, que creemos se verá en este Santo Pontífice el exemplo y forma de los antiguos Romanos Pontífices de la primitiva Iglesia con el que el Señor que nunca la puede olvidar se ha dignado proveerla de lo que estos relaxados y miserables tiempos necesitaba. No llega el tiempo todavía de mi última despedida y abrazo a V.S. y toda mi Diócesis hasta que llegue el caso de que mi renuncia sea admitida y en el interin y siempre me tendrá con verdaderos deseos de servirle, y ruego a Ntro. Señor guarde a V.S. muchos años en su Santa Gracia».
En esta misiva de Belluga se aprecia la entrada de nuevos aires en el Papado, con la entrada de Pedro Francisco Orsini, queriendo borrar el recuerdo de siglos pasados y de convulsiones en la Iglesia, eliminando de la nómina de los Pontífices a Pedro de Luna, que en 1394 había adoptado el nombre de Benedicto XIII.
Ojalá pudiéramos hoy, de esta manera tan sencilla, borrar el nombre de algún que otro protagonista desaprensivo y sin escrúpulos de este drama que actualmente estamos viviendo.
Fuente: http://www.laverdad.es/