POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
El tiempo pasa para todo. Nada queda a expensas de otra circunstancia que no sea el desgaste de la memoria implícita al hecho histórico. Este, contingente en sí mismo, no sufre mayor desgaste que el proceso evolutivo al que sometemos su recuerdo. Aquel, por el contrario, queda supeditado a un constante ir y venir transformador, capaz de derivar bien en un olvido total bien en una tergiversación absoluta de la identidad histórica que lo conforma. Dicho en otras palabras, aunque el pasado no se mueve un ápice, nos esforzamos en estrujar su esencia según convenga a nuestros intereses que, de espurios que son, precisan de una memoria voluble, volátil y mezquina. Y, dado que uno vive en un paraje especial, donde historia, memoria e intereses impostados han convivido durante siglos, no resulta complicado toparse a cada paso con un rincón donde la singularidad del pasado detenido y extraído del presente clama con sorda decepción.
Ese corro exento en la transición de ambos barrios no ha dejado de vocear su identidad perdida desde que puse mis pies allí por primera vez
Así, sí uno se deja caer a la izquierda de las Puertas de Segovia, acceso al Barrio Alto del Real Sitio diseñado por José Esteban en la primera mitad del siglo XVIII, llegará hasta el arranque de la entonces Calle Nueva, actual calle de los Infantes, que comunica con la antigua y desaparecida casa de postas, atravesando perpendicularmente la calle de La Reina, eje principal del Barrio Bajo. Justo al inicio de la citada avenida, frente al jardín otrora llamado Canapé por la bancada de piedra que cerraba parte del predio que Carlos III arrebató al concejo de Segovia hacia 1770 para casa de sus hijos menores, se abre un enorme espacio conocido como Plaza del Mercado de la Fruta, sacado del uso común para servir de aparcamiento privado desde hace más de catorce años. Ese corro exento en la transición de ambos barrios no ha dejado de vocear su identidad perdida desde que puse mis pies allí por primera vez durante aquellos veranos de la infancia en que todo era eterno, ya fueran las distancias, el tiempo e, incluso, la felicidad.
El transcurrir de los años, así como la visita a innumerables archivos, bibliotecas y colecciones privadas de documentación, logró iluminar aquella oscuridad de mi entendimiento. Aún pareciendo lógico el nombre de aquella plaza asociado a uno de los muchos mercados libres de arbitrios, aquel palenque respondía a las necesidades propias de la dignidad alojada en el caserón al que daba servicio. Acostado contra el talud aún sin ordenar que comunicaba con la plazuela de la Cebada, sede de la alhóndiga y mercado más que probable de cereales, se levantaba un edificio señorial. Caserón de tres plantas y bajo cubierta servil, había sido entregado por el rey-alcalde de este Real Sitio a José Fernández-Miranda Ponce de León, duque de Losada y sumiller de corps del rey desde 1759 hasta 1783, momento en que falleció en el Real Sitio hermano de San Lorenzo del Escorial. De amplia fachada guardada por un enlosado destinado servicio de los carruajes que tal dignidad regia precisaba, el caserón del sumiller de corps iniciaba una secuencia de casas solariegas imponentes construidas para aquellos que con más cercanía servían al monarca español. En efecto, seguido a este caserón se abría la casa de los gentileshombres de cámara, de frontal guarnecido por un peristilo dórico imponente y la casa ocupada por el embajador del reino de Francia, escoltados todos estos edificios por la ya nombrada casona de los infantes menores.
El caso es que, de todas aquellas dignidades, ninguna disponía de una apertura al cielo de este Paraíso mayor que aquella dispuesta para el sumiller de corps. Y no era para menos, la verdad. Aquel oficio regio entregaba al depositario de tal honor el privilegio de ser la primera y la última persona que veía al rey cada día en que este abría o cerraba los ojos a este mundanal existir y, por ello, disponía del derecho a ocupar una casa enorme en singular, de un espacio exterior descomunal dentro del microcosmos constituido por este Real Sitio y de una influencia más que notable en la voluntad del rey.
Bajo esa libertad de aconsejar en tan alta estima otorgada por el rey subyacía la enorme responsabilidad de participar en no pocas tribulaciones
Ahora bien, bajo esa libertad de aconsejar en tan alta estima otorgada por el rey subyacía la enorme responsabilidad de participar en no pocas tribulaciones, ya fueran sociales, políticas o económicas. Desde la resolución del mal llamado motín de Esquilache a la vez que se alimentaba la revolución liberal burguesa americana, a la concesión de monopolios asociados a las manufacturas reales o financiación de expediciones científicas vitales para nuestro presente, la reorganización de las administraciones ultramarinas y la gestión de múltiples crisis institucionales o militares en aquella Europa a punto de estallar por su parte más elevada, el sumiller de corps hubo de asistir a Carlos III en asesoramiento continuo de las decisiones que, en última instancia, éste debió tomar.
Y un servidor, taimado por el recuerdo de la historia inamovible e inmutable, viendo aquel enorme edificio hoy pervertido en el olvido, parcheado, dividido y deformado en diversos espacios independientes que una vez constituyeron unidad monumental, no deja de pensar en lo voluble que es el recuerdo de la historia y la necesidad que ésta tiene de una divulgación profunda, consistente y sistemática. Los sumilleres de corps desaparecieron en el año 1931 con Luis María de Silva y Carvajal, duque de Miranda, último en cumplir con este servicio aún nominalmente hacia Alfonso XIII a quien, a buen seguro, le hubiera venido bien un consejo sensato y no una caterva de lamerones intitulados incapaces de afrontar una dignidad asesora con todas sus consecuencias. Ya ven, es en este presente de democracia impostada que seguimos gozando de decisores políticos arrogados de la verdad absoluta en comunión con una corte de aduladores imperfectos y sometidos al mantenimiento de su privilegio por encima de las obligaciones inherentes a la responsabilidad.
Quizás, por todo ello, el viejo caserón del sumiller de corps sea hoy un fantasma olvidado para todos los que por allí pasamos, ciegos a la realidad de un mensaje atesorado por los viejos ladrillos desamortizados, troceados y vendidos al mejor postor en triste metáfora del interés común, siempre preso de una memoria retorcida y jaleada por una irrealidad que sólo defiende el presente más aterrador.