POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Es el parterre de Andrómeda uno de mis lugares favoritos en el mundo. Metido en la esquina izquierda del Jardín del Rey, se acuesta contra el talud levantado junto a la medianería que lo separaba del Real Parque. Dando paso a los arcos florales hoy perdidos de la escalera de Gazón que tanto amó mi querido Juan Fernando Carrascal, el parterre languidecía en eterno tránsito hacia la selva original que se abría después de aquella última línea de carpes, madre de todo jardín que se precie. Repletos sus setos de platabanda con delicadas flores de aromas serranos y cálidos colores terrosos sacados de una estampa de Fragonard, el parterre ha permanecido inalterable en su decrepitud romántica, ansioso por demostrar a quien le dedica un instante que el transitar entre flor y tejo, boj y tuya, merece liberar un pequeño suspiro, un anhelo escondido en la memoria inalcanzable que todo lo guarda y nada recuerda. Entre sus viejos setos remozados de bolas imposibles y líneas imperfectas de verdor asilvestrado se esconde parte de la felicidad más pura que este humilde Cronista haya sentido jamás.
Gracias a que, como todos saben, sólo se vive mil veces, en la segunda vida de este Paraíso natural domeñado por el ser humano optaron sus jardineros por dar un aspecto británico a jardín y parque. El abandono de los bordados vegetales ligados a coloridos y terrosos areneros conllevó la aparición del monumental jardín inglés de suelos verdes y húmedos, poblado por gigantes arbóreos imposibles de abarcar. La aparición de secuoyas, calocedros y pinsapos, descomunales hayas y abedules de triste mirada impresionista tan bien retenidos entre los acuosos pinceles de María Rubio Cerro, llenó todos aquellos reducidos setos, concebidos a la medida del hombre y no de titanes a quienes divertir con las proporciones ciclópeas de los nuevos habitantes del jardín. Más al gusto de Ceto que de Andrómeda, el parterre del jardín decimonónico, espejo de aquella España crepuscular, empequeñeció su grandeza a cambio de la inmensa intrascendencia que otorgan las metáforas incomprendidas.
Mas, entre tanto gigante impertérrito, nació un incomparable cedro de tronco formidable y ramas apaisadas en cálido abrazo, capaz de subirte hasta el cielo y arrullar las acículas adormecidas entre la yerba rala de sus raigones. Allí solíamos acabar los chiquillos después de nuestro irredento vagar entre fuente y pino, manantial y gruta, durante aquellas tardes interminables de los veranos de la infancia. Esquivando la vigilancia de guardas y paseantes, saltábamos la escasa resistencia de las diminutas líneas de boj para abrazar nuestra felicidad bajo la sombra de aquellas ramas imposibles. Sobre una de ellas nos solíamos sentar, riendo nuestra felicidad ignorante que, a buen seguro, alimentaba la savia de aquel viejo amigo. Susurrándonos a la vez que nos acunaba, el viejo cedro del parterre de Andrómeda fue compañero de esos veranos en que aprendimos a ver en el destello ocasional de unos ojos insondables la semilla del amor que habría de unirnos para siempre a un bosque, a un jardín, que todo lo guarda y que nunca olvida.
Para nuestra desgracia, el tiempo pasó y lo que supusimos eterno, se tornó en efímera y continua pérdida. El brillo de aquellos ojos se apagó y alguien decidió cortar la rama del viejo cedro donde nos hicimos mayores. La escalera de Gazón se perdió y el parterre quedó encerrado en una desmemoria dolorosa de la que aún no ha salido. Congelado en un tiempo indeterminado, el jardín perdió su segunda vida para transitar por la ambigüedad de la indefinición. Sin chiquillos corriendo entre los setos, subiéndose a las ramas del cedro centenario, lo que antes estaba vivo ahora resiste en la inmortal insipidez del museo vivo. Algunos días, cuando paso por allí con mi Compadre, el Sr. Bellette, siento la llamada desesperada del cedro como un fogonazo de adolescencia no resuelta. Durante un instante, las flores reviven en mi recuerdo aquellas tardes de ocaso eterno a la sombra de sus maternales y frondosas ramas para, con un simple parpadeo, desaparecer.
Y es que el tiempo, queridos lectores, al igual que la memoria, se comporta como un pésimo compañero de viaje, además de mal consejero. Nos recuerda lo que fue aquel jardín donde René Carlier y Esteban Boutelou domeñaron el bosque a principios del siglo XVIII para que la humanidad lo habitara, a la vez que dotaban al Real Parque de las condiciones precisas para que la naturaleza disfrutara de tan dudosa compañía. Parterres y setos, areneros y bolandrines, escaleras de Gazón y fronda asilvestrada, todo ello fue concebido para el disfrute de sus habitantes y no para la ascética contemplación de aquello a lo que se aspira, pero no se alcanza.
En esta tercera vida del jardín, la que menos me gusta, nos han retraído a la caverna primigenia donde Platón vislumbrara la esclavitud humana encadenada a los reflejos de una realidad nunca accesible. En ese sinvivir, paseamos por el jardín y recorremos el parque como fantasmas irrelevantes de una realidad inventada. Más próximos a Macondo que a Shangri-La, los de este Paraíso nos hemos visto abocados a la resignación del recuerdo perdido y el razonamiento obtuso que el desconocimiento de aquello que tanto amamos nos produce. Quizás, por todo ello, debiéramos liberar nuestra pasión y volver a poblar ese espacio real de nuestro pasado con el deseo inconfesable de rendirnos al anhelo que nos aguarda bajo la fuerte y vibrante rama perdida en el cedro del parterre de Andrómeda.