POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Hace ya un par de años que vengo respondiendo a la llamada de mi hermana Concha Juárez Valero, profesora en la escuela que alberga la Fundación Centro Nacional del Vidrio en los restos mortales de lo que una vez fuera Real Manufactura de Vidrio privilegiada por Carlos III a finales del siglo XVIII. Solícito como siempre que se me pide hablar a personas que quieren escuchar y departir, suelo gastar un par de horas recordando algunos de los aspectos constitutivos de la artesanía en la que están focalizando su especialización profesional. Alguna vez hablando de robo de información estratégica, otra de canales comerciales para la distribución de un conocimiento atesorado por artesanos de la pirotecnia y, las menos, departiendo entre tratados perdidos, cuadernillos encriptados en arcanas fórmulas y recetas geniales generadoras de algún que otro monopolio olvidado; sea la ocasión que corresponda, dejo que mi imaginación enferma de acasos se pierda entre los oscuros y ardientes rincones atareados de la vieja fábrica del Real Sitio.
Normalmente, terminada la charla y debate, acostumbro a dejar por etapas la monumental fábrica, no sin antes arrimarme hasta el área de procesos en caliente, donde mi cuñada, Mariángeles Escudero Marcos, se afana con el resto de compañeros en dar alegría candorosa al despojo arenoso que, sometido al fuego del infierno, regala, a través de sus manos, una bella línea de delicado son, capaz de atrapar la luz que sea en barroco ripio o minimalista suspiro trascendental, como bien sabe mi buen amigo, Luis Moro.
La semana pasada, sin embargo, tuve la suerte de, finalizada la diatriba en torno a los recetarios manuscritos venecianos del siglo XV, acompañar a todo el alumnado hasta el taller de la escuela de vidrio, templo bramador donde alojan esas ansias por domeñar el lacerante fuego primigenio. Alineados contra la pared, los estudiantes o, mejor dicho, las estudiantes, a excepción de un joven aprendiz, afanan su pasión en la transformación palmaria que aplican a la materia prima. Ya sea grabando, tallando, esmaltando o dorando la plancha de vidrio correspondiente; soplando con cuita rodada o fija la posta extraída del pequeño horno de balsa que atrona la estancia; el batallón de artesanía en ciernes acomoda su necesidad a la pasión por algo tan insustancial y efímero como puede llegar a ser el vidrio. Claro que, mientras escuchaba las explicaciones de Concha, Nilo y Alba con la matraca de canto en cascajal que regala el esmeril aliado con el batidor de la caña, el vidrio en el mable y el fuego apretado en la cobija al rojo blanco que enternece todo lo que allí entra, sentí la llamada de un viejo amigo aún olvidado de mis años entre libros de cristal y compañeros ya perdidos.
Acostado contra el muro exterior de la vieja escuela de juveniles aprendices, vi el tronco esparcido en una muerte singular del que fuera inmenso chopo lombardo del viejo patio en la Real Fábrica de Cristales de La Granja. Inmenso en su putrefacción, aquel paisano estrujado por la sequedad que la muerte acierta a recetar ha perdido toda la presteza que una vez le hiciera competir en gallardía con el enjambre de rojizas chimeneas enladrilladas. Verde en la rama y azulado en la estría del tronco, el chopo lombardo fue una de las elecciones primeras para la arbolada en los paseos de aquellos primeros urbanizadores del Real Sitio. Desde las avenidas que saludaban al paisano que aquí llegaba desde Segovia o al caminante que alcanzaba el Mar de los Jardines y se acercaba a la Fuenfría tras la Puerta del Campo, los chopos han sido imagen ya perdida de una primavera cimbreante y eterna en la memoria de cuantos alguna vez fueron chiquillos en
Tumbados por el mucho aire serrano y la poca lluvia en el estío, la mayor parte de aquellos amigos enhiestos, de todas esas hermanas enamoradas del canto de carbonero y el vuelo pegado del vencejo, han ido desapareciendo del horizonte de nuestra memoria, dejando en lo negro de su raigón raído la terquedad de una memoria sin corazón. Sometidos por hacha y maroma, los chopos lombardos han desaparecido, siendo su raíz suplantada por castaños enfermos de la persistente cameraria, arces respingones y coníferas de todo pelaje extemporáneo y embaucador.
Allí apoyado contra el vidrio plano que alumbra el porvenir de una galería de jóvenes esperanzadas, no pude por menos que honrar con mi silencio doliente la memoria de tan imponente compañero. Superviviente de Real Manufactura, fábrica de vidrio, cooperativa de artesanos impulsada por el nefando Alfonso XIII, fábrica de hebillas, latones y herrajes, destajo de manchones y aisladores, picosa y contaminante lana de vidrio, el viejo chopo lombardo de la fábrica de cristales fue gastando su vida entre efluvios terribles de belleza mortal. No me cabe duda de que vio desde su verde copa ondulante los últimos vestigios allí producidos por la familia Arévalo. Esas pastillas de vitraico, aisladoras tanto del agua de piscinas como de la humedad persistente en no pocas estaciones del metro madrileño, debieron ser las últimas pestes tamizadas por un segoviano de inmóvil resiliencia.
Hoy fenecido en translúcida presencia, acompaña el viejo chopo a jóvenes y veteranos vidrieros, asumiendo su portentoso cadáver el símbolo de una pasión por lo transformable muy poco definible en otro lugar que no sea aquel que esconden las rojas chimeneas olvidadas de los hornos que diseñara mi vecino José Díaz Gamones.
Espero que, durante otros tres siglos, al menos, prevalezca la vetusta carcasa del chopo transparente, pues, en lo negro de sus grietas fosilizadas transita un halo de esperanza vidriada, transparente en su necesidad, cálida en su persistencia y eterna en la belleza de algo que antaño fue y que nunca dejará de ser mientras fluya el meloso vidrio entre los crisoles y las balsas, las cañas y las arcas de destemple; esas mismas que pronto habremos de abrir en busca de lo que dejemos hoy al albur de un mañana siniestro.