POR JOSÉ ANTONIO FIDALGO SÁNCHEZ, CRONISTA OFICIAL DE COLUNGA (ASTURIAS)
Dentro de poco (octubre de 2020) hará 70 años que ingresé interno en el Colegio de la Inmaculada (PP. Jesuitas) de Gijón para iniciar mis estudios de bachillerato.
Era entonces un edificio -como el que se ve en la foto- totalmente derruido como consecuencia de la guerra de 1936-39 y en fase de inicial reconstrucción.
Bien podría decirse que eran «unas ruinas» soñando con una vida de prosperidad.
Cuando llegué al Colegio (octubre de 1950) existían, ya reconstruidas, la Capilla, el ala frontal y el ala lateral oeste, los dos patios y, como divisoria, el salón de actos.
Entre alumnos externos, mediopensionistas e internos éramos unos 600 o algo más.
Y todos atendidos por una Comunidad Jesuítica, muy amplia, formada por jesuitas sacerdotes, jesuitas «maestrillos» (aún no habían cursado teología) y hermanos legos.
La Comunidad tenía sus habitaciones en el segundo piso del ala oeste y su comedor donde después estuvo el Laboratorio de Física y Química.
Cada curso era atendido en su disciplina y estudio por dos jesuitas (además de otros profesores también jesuitas) y cada grupo de cursos («división») por otro jesuita de «mayor mando»).
La dirección dependía de un Rector y la responsabilidad disciplinar y educativa, de un Prefecto, también jesuitas. El profesorado seglar, muy reducido, estaba en manos de algún maestro, algún licenciado y algún profesor de dibujo y de gimnasia y deportes.
Hoy, cuando leo en la prensa que la escasez de religiosos jesuitas jóvenes y la necesidad de atención a «los mayores» obliga a clausurar la permanencia de la Comunidad en el Colegio, sentí pena, dolor y añoranza de mi vida colegial, primero, y como profesor, después.
Y como si retrocediera en el tiempo, me encontré con el P. Gonzalo Martínez, mi «jefe» en 1º de Bach, y con el P. Sánchez Castro, profesor de latín, a los que admiraba. Y en 2º Bach. con el P. Santos, que acaba de llegar al Colegio (¡qué gran persona!); en 3º, con el P. Armida, un personaje singular; con el P. Victoriano Rivas, escritor, poeta y excelente profesor con el que me unió una gran amistad ; y con el P. Casto Gutiérrez, enamorado de la literatura y de la labor pastoral de catequesis… Ya en el Bachillerato superior el P. Arturo Rivas sembró en mi la semilla del amor a la Física, el P. Patac a la Química, don Iván Fernández Candosa (seglar) a las matemáticas, y de nuevo el P- Victoriano Rivas a la literatura.
Y sobre todo, el recuerdo y gratitud permanente al P. Enrique von Riedt Meana, Prefecto y Rector, a quien siempre quise imitar en su «saber hacer sin que se note».
Después, ya como profesor en el Colegio, me queda el recuerdo y la gran amistad del P. Emilio Martín, del P. Treceño, del P. Cifuentes (compañero mío de bachillerato y después, ya jesuita, Rector del Colegio), del P. Cuesta, del P. Cándido Alonso, del P. Almendral…
Y de muchos Hermanos que en sus diversos campos de trabajo fueron ejemplo de entrega y servicio: Vilar, Villar, Aguiar, Méndez, Carrera, Corteguera, José Luis…
Podría contar multitud de anécdotas, casi todas muy buenas y entrañables, y solamente unas pocas de recuerdo «para no recordar» aunque el tiempo haya puesto a cada uno en su sitio.
Pueden creerme esto: he perdonado a sus protagonistas. O eran tontos o eran malos «in se et per se».
Y eso no crea culpa.
Seguirá el Colegio como centro educativo; pero para muchos que lo vivimos en su simbiosis de AULAS y de COMUNIDAD JESUÏTICA ya no será lo mismo.
Yo seguiré presumiendo de haber sido educado en ese ambiente de trabajo y de servicio y de haber intentado, como profesor, transmitirlo a mis alumnos. Siempre dije, medio en serio y medio en broma, que lo que importa es «ser buena persona»; por saber Física no se es más feliz.